Familia

La cocina encendida

La Razón
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La cocina de la casa es el refugio de la familia durante el largo e inmisericorde invierno. La nieve azota a estas alturas de enero las Tierras Altas de la Alcarama. La estancia, con el fuego perennemente encendido, es un cuadrilátero de apenas nueve metros cuadrados, un espacio interior, íntimo, abrigado, que tiene aire sagrado. Por eso quizá los romanos aposentaron aquí a sus dioses lares. Se entra por una gruesa puerta de cuarterones de roble sin cerrojo con una gatera en la parte baja. Entramos. Es de noche. Arden con fuerza las bardas en la lumbre. El humo que desprende la leña mojada impregna el ambiente. El olor de la támbara se mezcla con el del pimentón de La Vera, el ajo y las especias, indispensables para la matanza. En una mesita redonda cubierta de un hule azul deshilachado hay una baraja y un porrón con unos sorbos de vino.

En torno al fuego, con los pies en la chapa caliente, está toda la familia, bajo la redonda chimenea, frente a la antosta de hierro. Cuelgan de la pared las negras llares y borbolla una olla de hierro sobre el tentemozo. La abuela, con su saya y su toquilla, está sentada en su banqueta hilando lana con el huso y la rueca, y a sus pies ronronean dos gatos. El abuelo reposa en su desvencijado sillón junto al vasero, donde tiene el cuarterón y el librillo de papel de fumar. El niño pequeño apoya la cabeza en su pierna y se ha quedado dormido oyendo el tictac del grueso reloj. El tío Co, un hombrecillo mayor, soltero, que estuvo en la guerra de África, ha bajado a apiensar a las caballerías. El otro niño escucha atentamente a su madre, una mujer joven vestida de luto, viuda a los veintiocho años, que lee pausadamente en voz alta a la luz del candil, en un libro amarillento, romances castellanos antiguos. Cuando termina uno de los romances, toma unos «calendaños» de detrás del banco corrido del hogaril y aviva el fuego.

(Aquel niño ha vuelto ahora, mayor y cansado, y se ha encontrado con los hollines sobre la chapa del hogaril. Alguien se llevó las llares y la antosta. No hay nadie. Las úrguras de fuera retan con sus alaridos a los fantasmas de dentro. El fuego lleva más de cuarenta años apagado).