Sabino Méndez

La cultura de los palos

¿Qué le está sucediendo al sistema cultural catalán para que promueva con dinero público congresos de títulos xenófobos? ¿Qué ha pasado para que una de las tradiciones culturales más modernas y vigorosas de nuestra península –como fue la catalana al final del siglo pasado– haya entrado en un declive tan acusado? Para encontrar la respuesta hay que remontarse a una frase de uno de mis paisanos catalanes, Fabià Estapé, cuando siendo rector se dejó decir aquello de: «Dadme tres votos y haré catedrático hasta a un palo de telégrafos».

El nacionalismo catalán apostó ya hace mucho tiempo por el asalto a las instituciones y por la infiltración en los sistemas educativos y culturales de la zona. Pudo hacerlo porque tenía los medios necesarios: casi todo el nacionalismo provenía de la burguesía, y el mestizaje de la inmigración no tenía ni los contactos ni las influencias necesarios para poder optar a esos puestos. El problema es que, para garantizarse sus fines, tuvo que llenar las instituciones regionales de filólogos catalanistas, historiadores catalanistas, sociólogos catalanistas... Y un filólogo, un historiador, un sociólogo, con adjetivo detrás, ya ha dejado de ser filólogo, historiador o lo que sea para convertirse en un militante. Ha sacrificado, en aras de los prejuicios, el necesario rigor y objetividad que exige su disciplina. Para ser científico, lo primero es serlo sin adjetivos.

¿En Cataluña, en los últimos años, se ha elegido a los mejores o a los más fieles? Los títulos de universidades e instituciones culturales han perdido ya su principal función, que era garantizar sin ninguna duda la capacitación de quien los conseguía. Porque la cultura es el conjunto de informaciones que contribuyen a mejorar nuestro juicio crítico. Y el sistema cultural es quien debe transmitir correctamente de una generación a otra esas informaciones, esos conocimientos. Culturalmente, no hay nada que sea indiscutible, todo puede (y debe) ser llevado al tablero del debate y argumentado con hechos y cifras demostrables.

Hiere ver a un historiador tan capaz como el profesor Fontana enredándose en esos laberintos de fanatismo y manipulación colectiva a los que no han querido acudir especialistas reputados –y por foráneos, fuera de toda duda– como J.H. Elliot. Hiere también hasta qué punto y de qué manera tan inútil se está dividiendo artificialmente a la sociedad catalana. Por ejemplo: durante tres décadas en Cataluña, todos tolerábamos con simpatía en la televisión regional a Jaume Sobrequés como a un exaltado de barbería, con sus vociferaciones en la tertulia deportiva del mismo nombre. No nos preguntábamos –y quizá deberíamos haberlo hecho– si esas efusiones superfluas y anecdóticas eran retribuidas con dinero público. Pero un congreso de historiadores no se puede llevar como una tertulia futbolística y habrá que pedir responsabilidades.

Creo que principalmente ése es el sentido de las denuncias en torno al artículo 510. No se ponen con voluntad de procesar a nadie, ni esperando que prosperen, sino para anunciar que la farsa ya se ha acabado. Llevamos treinta años contemplando cómo algunas opiniones –de no precisamente los más preparados– se quieren hacer pasar por hechos. Y eso, si se hace con dinero público, debe rendir cuentas.

En Cataluña, vemos con tolerancia e incluso con un punto de cariño las biografías de formidables chaqueteros situacionistas como Estapé o Sobrequés, que han pasado de la izquierda a la derecha y viceversa sin complejos. Pero, cada vez más, nos vemos obligados a tamizar esa paciencia con la ominosa frase de Josep Pla sobre los políticos nacionalistas de la Segunda República: «No consiguieron ningún beneficio para Cataluña, pero todos mejoraron sus situaciones personales».

Hay una grandísima parte de los catalanes que no nos sentimos en absoluto oprimidos por España, sino que por quien empezamos a sentirnos oprimidos es por Sobrequés, por su presencia destemplada en los programas de la televisión regional vociferando sobre futbol, por su precaria idea de la cultura como algo que no se puede discutir.