Restringido

La educación sentimental

R ecuerdo, con esa intensidad engañosa que producen los calendarios lejanos, el nombre de Jaime de Armiñán en la pantalla del televisor en blanco y negro que había en la casa de mis padres, y la sensación de expectación y sosiego que me suscitaba leer su nombre, porque estaba seguro de dos cosas: que no iba a aburrirme, y que excitaría mi curiosidad en ese largo y tortuoso camino por el que discurre la educación sentimental. Hablar de educación sentimental en este corral de trinques, insultos y egoísmos en el que se ha convertido España viene a ser como mencionar la palabra nenúfar en una nave de despiece de reses, pero en los países cultos y civilizados le siguen dando importancia a uno de los componentes esenciales para el desarrollo de la vida de cualquier ser humano.

Ignoro si Jaime de Armiñán era consciente o no de su contribución al conocimiento de nuestras emociones propias y comprensión de las ajenas, pero, premeditado o consecuente, su relato siempre dejaba un amplio poso que penetraba con la suavidad de una melodía que se escucha en la habitación de al lado, y permanecía largo tiempo, y te obligaba a rememorar y a asociar.

A Jaime de Armiñán, como a José Luis Garci, les sale un análisis poético de las tribulaciones de la clase media, y te inquietan lo suficiente como para aborrecer el conformismo, pero nunca intentan que, a partir de ahí, te marches al asalto del Palacio de Invierno, entre otras cosas, porque a estas alturas está invadido de turistas capitalistas y comunistas procedentes de China.

Los expendedores oficialistas de «carnés de intelectual», creo que siempre encontraron a Jaime de Armiñán muy flojo en izquierdismo, y, encima, era ameno, inconveniente terrible que, por ejemplo, le impidió a Graham Greene que le concedieran el Nobel de Literatura. A un creador se le puede permitir incluso que no sea un entusiasta del socialismo real, pero es imperdonable que resulte entretenido.

Una tarde provinciana de ocio sobrevenido, entré al cine Palafox, de Zaragoza, donde se había estrenado, hacía muy poco, «El amor del capitán Brando». Y, a la salida, aunque ya no era un adolescente, paseé largo rato por las calles de mi ciudad, intentando asimilar las sutileza de una historia contada de manera deslumbrante, y en la que el director había conseguido extraer de Ana Belén la mayor expresividad, los mejores registros, la calculada ambigüedad de uno de los mejores papeles de su vida, donde está más incitante, más seductora y, valga la paradoja, más casta. Creo que sólo Jaime de Armiñán era capaz de narrar una historia morbosa y resolverla de una forma tan limpia y emocionante.

Muchos, muchos años más tarde, en una de las pantagruélicas jornadas gastronómicas que organizaba en Cuenca Pedro Torres Pacheco, coincidí con su mujer, Elena Santonja, y mi timidez me impidió manifestarle que su marido era una de las personas que habían dejado huella en mi educación sentimental, y siempre me arrepentí de aquella inhibición imperdonable.

La Academia de Cine, tan ingrata y olvidadiza en muchas ocasiones, ha tenido el detalle de justicia de conceder el Premio Especial a Jaime de Armiñán. Y le doy las gracias a la Academia. Y, sobre todo, se las doy a él, muchos años después, aunque la timidez no haya podido vencerla, a pesar de sus magistrales lecciones sentimentales.