Pedro Narváez
La espía que me achuchó
Apartir de ahora elijamos restaurantes minimalistas, ésos en los que todo está a la vista y no deja refugio a los micrófonos aunque siempre pueda colarse un Mortadelo que, en forma de carta, nos vigile desde la mesa. La psicosis ha llegado tan lejos que ya se buscan oteadores de percebes y analistas del cocido para detectar garbanzos negros. A dieta de oreja. En España es ya imposible mantener un secreto con tanto zapatófono suelto y tantos anacletos a los que solamente les queda la paga de los 400 euros. Al contrario que la inglesa, la tradición española pinta un espía a lo Torrente para el que un esmoquin es un cenicero y una tía buena, la que quedó la última en Miss Albacete y no esas modelos de témpano por las que se tambalean imperios. En la España que todo se sabe, contratar a un detective es como meter a un cotilla mal orientado en el plató de «Sálvame». Hay más secretos a voces que dossieres ocultos, pero un investigador privado nos mete el miedo de dejarnos en pelotas antes de que nos cambiemos de calzoncillos. Suerte que el cónclave papal no se celebra en Barcelona: para los bastardos sucesores de Carvalho es más difícil rastrear una curva de Gaudí que un fresco de Miguel Ángel, que al cabo está en una pared contra la que no vale lo de acercar el vaso al muro. Que sigan a Willy Toledo a ver qué preparan sus amigos de la Unión de Actores para la gala de los Goya y si la conjura se fraguó en uno de esos días de invierno con solecito en la playa gaditana de El Palmar caña va caña viene, o que nos digan cómo acaba «Cuéntame», el símbolo de nuestra historia cotidiana, antes de que otro puñado de espías se meriende a Imanol Arias y nos deje sin español medio-alto. Y ahora que ya conocemos la vida de los otros, no estaría mal que alguien nos recuerde la nuestra.
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