Alfonso Ussía

La estrellada

Luis Arana Goiri, el hermano listo de Sabino, fue el creador de la bandera del Partido Nacionalista Vasco, a la que se denominó «ikurriña», que significa «banderola». La «ikurriña» representaba a un partido socialmente predominante en Vizcaya, discreto en Guipúzcoa y prácticamente inexistente en Álava, con excepción de las localidades alavesas fronterizas con la provincia vizcaína. En la Segunda República, el Gobierno vasco elevó la «ikurriña» a bandera de todos los vascos –me refiero a los vascos nacionalistas–, y durante el franquismo se convirtió en un mito por su necia prohibición. En los territorios vasco-franceses la «ikurriña» se exhibía sin ningún problema, y su flamear no ponía en entredicho la unidad de Francia. Ahora, la banderola, la «ikurriña», es una enseña oficial española que simboliza a toda una autonomía, y por lo tanto, es una enseña institucional, que sobrevuela a los partidos políticos, aunque su origen sea el del PNV exclusivamente.

La Señera es la bandera del Reino de Aragón. En sus colores se inspiró Carlos III para crear la bandera de su Real Armada, que pocos años más tarde se convierte en la bandera de España. Enseña respetada por la Primera República y afeada parcialmente por la Segunda sustituyendo su franja inferior roja por una morada que decía representar a Castilla. Bandera efímera y lejana a la aceptación unánime. La Señera de Aragón y de Cataluña –Cataluña fue principado del Reino y Barcelona condado Real– en nada se distinguen. Valencia adorna su Señera con azules en su primer tramo, y las islas Baleares con morados. Todas las versiones de la Señera de Aragón son banderas autonómicas e institucionales en la España actual.

Pero un partido, ERC, la Izquierda Republicana de Cataluña, para desmarcarse de la normalidad institucional y constitucional, añadió a la Señera un triángulo azul con una estrella blanca de cinco puntas. Existe una variación con la estrella roja de cinco puntas, que en mis juveniles tiempos militares era la estrella de los subtenientes. Fue denominada «la estrellada», en catalán «estelada», y además de ser la bandera de un partido político es hoy el símbolo del separatismo catalán. Los políticos de Convergencia y de Unión más sensibles con la proclamación de la aldea la han tomado como suya, concediéndole a la Señera histórica un papel irrelevante, casi de adorno. Porque priva la partidista, la «estrellada», la que no representa a Cataluña. Pero aunque no represente a Cataluña, es la bandera de los líos, las deslealtades, las desobediencias y las coacciones.

Por ser bandera de partido, no puede ondear como tal en las fachadas de los ayuntamientos, del mismo modo que el Partido Popular no está autorizado a que sus municipios estén presididos por la gaviota y el PSOE por la mano que empuña la rosa. Porque en realidad, la «estrellada» con su triángulo y su estrella comisaria no tiene más valor ni importancia institucional que la gaviota y la rosa, meros simboletes de partidos políticos. La bandera de un partido político carece de legitimidad representativa. En el caso de la «estrellada» representa en Cataluña a centenares de miles de catalanes menos que la del Fútbol Club Barcelona, cuyos dirigentes también se han mostrado partidarios de añadir el azul y el grana al desbarajuste rural. Pero es eso, exclusivamente eso y nada más. Un símbolo partidista que a fuerza de ser llorado se ha convertido en el eslabón de la cadena de incoherencias y chantajes que sujeta, atemoriza y advierte a miles de catalanes que sólo desean ser libres, acogedores, pacíficos y tolerantes. Esa bandera parcial no puede, y menos aún en plena campaña electoral, presidir ningún ayuntamiento, edificio oficial o institución de todos.

Están muy pesados. Por encima de las continuas muestras de antipatía, respeto y falta de cordialidad con el resto de los españoles –muchos catalanes entre ellos–, los nacionalistas y separatistas del nordeste se han propuesto acabar con millones de afectos y de paciencias. Esa enfermedad de la aldea resulta harto contagiosa. Tiran la piedra y lloran como si ellos fueran los heridos. Insultan y se escandalizan por interpretarse insultados. Teniendo la fortuna de un bilingüismo natural, se han empeñado en afligir un idioma que hablan cuatrocientos millones de seres humanos en el mundo en beneficio de una preciosa lengua que siempre ha convivido sin problemas con el idioma común. La aldea quema bibliotecas, la aldea incinera obras de arte y la aldea oscurece los horizontes. Es lo que representa al «estrellada», la aldea feliz, multicolor, el parque con la familia, el patito que vuela, el cisne que nada, los globos multicolores, los pececillos saltando y la merienda en común. Una postal tan falsa como cursi.

Estrellada.