José María Marco

La guerra en curso

La tragedia de Lampedusa ha vuelto a traer a la actualidad las atrocidades que casi todos los días ocurren en los aledaños de los países europeos. En otro orden de cosas, lo mismo nos ha recordado el ataque al centro comercial en Kenia por parte de Al Shabab, una de las ramas africanas de Al Qaeda. Pasan casi desapercibidas brutalidades como la ocurrida el pasado domingo en Irak, cuando un terrorista suicida se inmoló con un coche bomba en una escuela primaria en Mosul y dejó 28 muertos y 76 heridos, casi todos ellos niños. Las grandes tragedias deberían servir para algo más que para escandalizarnos en un momento dado. Deberían recordarnos la actualidad permanente de un conflicto en curso. La guerra no existe sólo cuando parece que van a estar implicadas las democracias liberales, en particular Estados Unidos y algunos países europeos. Hay una guerra, una guerra terrible, que se está desarrollando en bastantes países musulmanes y en algunos africanos que no lo son. Es cierto que esa guerra no nos afecta directamente. No por eso, sin embargo, deberíamos dejar de pensar en el sufrimiento que está causando y en los costes que tiene.

En líneas generales, las democracias liberales han decidido abstenerse de cualquier intervención directa y retirarse de las zonas en las que, como en Irak y Afganistán, han venido sosteniendo regímenes mínimamente civilizados. La opción es defensiva o sumamente selectiva y, sobre todo, indolora, como en las incursiones norteamericanas de este fin de semana en Libia y en Somalia. Ahora bien, como estas acciones demuestran, la ofensiva terrorista está lejos de haberse agotado y a los escenarios conocidos de Irak, Afganistán y Pakistán se suman ahora Siria y los múltiples países africanos en los que está instalada una u otra organización afiliada a Al Qaeda.

No se trata de preconizar la vuelta a la intervención, sino de pensar la estrategia que conviene seguir ante un conflicto cambiante, lo que requerirá que la opinión pública de las democracias liberales salga de su narcisismo para afrontar una realidad que no le puede ser ajena, ni por sus consecuencias ni por el desafío que plantea. La llamada Primavera Árabe no era un proceso de transición política como el español. Era, y es, un gigantesco cambio en el que la cultura islámica se enfrenta globalmente a la modernidad. Un cambio de esta categoría no puede sernos indiferente, y no podemos decidir que mientras sean musulmanes los que se maten entre ellos, la cuestión no va con nosotros.