Martín Prieto
La moral de los inmorales
Hace siglos que hemos retorcido la semántica por su mal uso y la moralidad consiste en guardar la bolsa y cerrar la bragueta. La corrupción es un asunto judicial al albur o buen entender de los jueces, lentos como quelonios, y no se leen en los sumarios sentencias morales. Las inmoralidades han encontrado refugio en los bajos instintos debajo del ombligo, ignorando que el centro del mando de mando sexual está en el cerebro. La chocarrería de un diputado periférico carente de vocabulario sobre la vicepresidenta tiene más alharacas que la increíble descomposición moral del inextinguible régimen social-comunista andaluz. Mientras la vituperada juez Alaya arrastra su cruz como maletita por las aceras judiciales, aún nadie ha trazado una raya de almagre en una fachada rezando: «Hasta aquí llegó la podredumbre de los ERE en el 2013». Griñán sigue sonriendo porque presidiendo la Junta nada va con él y se fuma un puro en la estratosfera de la inalcanzable inmoralidad. Y los apaleados andaluces, en su derecho, siguen votando lo mismo mientras persista el amiguismo, el nepotismo, el clientelismo y la subvención. La corrupción es una tentación universal, pero el pantano en el que nos vemos enfangados es la inmoralidad, que tiene que ver con la conciencia y nada con los juzgados de instrucción. Más de 1.661 causas abiertas por corrupción no arreglarán el país ni aunque fueran todos a la cárcel. La inmoralidad rampante, el no procurar el bien a los demás, el infringir daño innecesario, quedó establecido en la letra y música por Enrique Santos Discépolo : «Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor/ ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador/Lo mismo un burro que un gran profesor/ los inmorales nos han «igualao»/ si uno vive en la impostura, y otros roban su ambición/ da lo mismo que seas cura, colchonero, Rey de bastos, caradura o polizón». Y la inmoralidad no se contempla en el Código Penal.
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