Restringido

La muerte de un mundo

La Razón
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La de ayer no fue una tarde cualquiera. Hace dos años que trabajo en un documental a fuego lento, herborizado junto a un amigo, y tocaba visitar The Magic Shop. Territorio sagrado. En el número 49 de Crosby Street, en pleno Soho, detrás de una puerta gris decorada con grafitis, sobrevive uno de los últimos grandes estudios de grabación de Manhattan. Qué tal si les digo que allí cinceló David Bowie sus discos postreros Black star y The Next Day. Lou Reed, Sonic Youth, She & Him, Arcade Fire, Suzanne Vega, los Ramones, Börk, Coldplay y Foo Fighters, entre mil, también disfrutaron de su imponente consola analógica. Una fabulosa Neve que fue propiedad de la BBC. Por si fuera poco, el estudio mantiene una planta dedicada a restaurar cintas antiguas. De Woody Guthrie a los veinte primeros discos de los Rolling Stones, a Elvis Presley, son decenas las obras legendarias que conocieron un segundo esplendor gracias al talento de estos bucaneros del sonido. Su dueño y fundador, Steve Rosenthal, aprendió de la mano de Herb Abramson, cofundador del sello Atlantic. Cuando botó su estudio costó encontrar clientes. Nadie quería acercarse a un territorio sin credenciales. Todo cambió cuando el mismísimo Lou Reed aceptó cocinar allí su Magic and Loss.

Veinticinco años después The Magic Shop desaparece. Imposible hacer frente a un alquiler estratosférico, mientras a su vera florecen los comercios de alta gama, las boutiques de lujo, los centros de aromaterapia y las sucursales bancarias, con el precio de las plazas de garaje a un millón de dólares. Su decadencia es la de una Manhattan sacudida por el flujo imparable de un dinero que llueve sobre la isla en cantidades pantagruélicas. Antes que el venerable estudio ya chaparon el Hit Factory, donde Bruce Springsteen registró su Born in the USA, y el Record Plant, que alumbró Electric Layland de Jimi Hendrix, Imagine de John Lennon y Rust Never sleeps de Neil Young. La lista, atronadora, interminable e infausta, permite discernir hasta qué punto agoniza la otrora pujante industria cultural neoyorquina. Sometida al puño doble del desmadre especulativo y, con carácter más general, al desplome de la música por culpa de la piratería. La barbarie del gratis total, la gusanera ideológica de quienes creen que el arte ha de liberarse de las factorías especializadas, ha propiciado una espantosa dinámica que arrasa editoriales y sellos discográficos, revistas y estudios. Sus campeones viven convencidos de que el intermediario, sea el productor de un disco o el editor de un libro, son parásitos. No comprenden, el analfabetismo es lo que tiene, que el autor por sí mismo no puede. Las novelas y las canciones que amamos surgieron merced a la cooperación de creadores y artesanos, ejecutantes y mediadores, técnicos e ideólogos. Liquidado el ideal ilustrado que liberó al creador del collar feudal, volvemos a un tiempo de trovadores limosneros y precarios. El hundimiento de espacios como The Magic Shop, la desintegración del tejido económico que los hizo posibles, compendia la debacle de un mundo más refinado y libre, víctima del anhelo oscurantista que asola el teatro social y político.