Ángela Vallvey
La náusea
El clima de corrupción que sufre España me deprime. Más que deprimirme, me avergüenza. Comencé a avergonzarme de España en aquellos años de Roldán, el GAL y los fondos reservados. Cuando la corrupción era una foto en la portada de «Interviú» de un señor en calzoncillos con michelines macilentos rodeado de putas feas, cigalas y champán. Desde entonces, para mí la palabra «Transición» está indefectiblemente asociada en mi memoria a «corrupción». Cuando uno se avergüenza de su país se siente igual que cuando un niño se avergüenza de sus padres. No sabe dónde meterse, abrumado por la gran carga del peso de la culpa de alguien a quien quiere. Me siento avergonzada porque creo que la poca moralidad que tenemos ya no cabe ni en el Código Penal.
Hace tres semanas me pagaron una factura que presenté hace dos años; pagué el IVA correspondiente al mes siguiente y he tardado dos años en recuperar la bonita cantidad que entonces le adelanté al Estado de mi faltriquera. Los autónomos y pequeños empresarios somos recaudadores de impuestos forzados que cuando no pueden cobrar son obligados a pagar por adelantado, de su bolsillo, en nombre del moroso. Los hindúes creían que la Tierra era hemisférica y estaba sostenida por los lomos de cuatro elefantes que a su vez descansaban sobre el caparazón de una tortuga gigantesca que flotaba en las aguas del universo. La clase media es como esa tortuga: mantiene a España sobre su lomo. Hablo de la clase media decente, virtuosa. Estoy convencida de que esas personas existen porque, de no existir, hace tiempo que en España no quedarían puestos en pie ni los muros de las catedrales góticas. Es esa buena gente que adelanta dinero al Estado mientras contiene las náuseas ante la corrupción. Y se hace preguntas. Y flaquea.
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