Julián Redondo
La pájara
Tanto como asusta Froome –algo menos desde el ascenso al Plateau de Beille– impone su gente. En las grandes carreras por etapas, Vuelta, Giro y Tour, los líderes suelen rodearse de gregarios envueltos en un halo de misterio y un rostro hermético. Cogen la cabeza del grupo, al estilo Porte o Thomas, y desmoralizan. Aguadores que acarrean bidones en los puertos y arruinan las ansias de volar a los rivales del jefe. Hinault se parapetó en Fignon; en LeMond, menos. Perico y Arroyo formaron pareja de baile hasta que el Tour puso a cada uno en su sitio. Le sucedió a Delgado cuando Indurain le relevó y el desaparecido Hernández Úbeda, con Aja y Rodríguez Magro, con Gorospe y Laguía, ambos en un escalón superior, compartieron la gloria; como también Marino Alonso, José Luis de Santos, Arnaud o Lukin junto a Miguel. Riis arrancó la apisonadora con Ullrich y mostró la fortaleza del Telekom más inhumano. Rominger con el Clas, luego Mapei, lideró un grupo salvaje que con Olano, Escartín, Mauleón, Gastón o Unzaga sembraba la carretera de cadáveres. La pájara –«en ciclismo, bajón físico súbito que impide al corredor mantener el ritmo de la carrera»– cedió protagonismo a deportistas robóticos e inagotables. Apenas hemos sabido de esos desfallecimientos hasta que Purito ha confesado que en la Pierre Saint Martin sufrió una crisis de alimentación, lo que viene a ser un pajarón en toda regla que le dejó seco. Aunque no derrotado. Tiene un corazón, un espíritu de sacrificio, una disciplina y una fuerza de voluntad inaccesibles al desaliento. «Soy como el Atlético, o todo o nada», dice él, que es un ciclista de motor pequeño, pero colosal; lo más alejado, probablemente, de las vicisitudes del «Pupas».
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