Cristina López Schlichting

La pelusa asesina

Algo estamos haciendo mal para que lo normal se haya convertido en una hazaña imposible, por ejemplo educar o cuidar a un niño. En la Castilla profunda o en la Andalucía de siempre, los padres no se hacían líos. Mandaban y proveían, bastaba con eso. Los hijos obedecían normas precisas mientras estaban bajo el techo familiar. Ahora ser padre es enredarse en un mar de incertidumbres, intentar la imposible felicidad del hijo, fracasar y sentirse culpable. Por supuesto, con parada y fonda en las escuelas de padres, psicólogos, pedagogos y neurólogos. Esta progresiva «profesionalización» o «academización» del mundo infantil se ha extendido también al cuidado físico del bebé. El pediatra Jesús Martínez ha escrito un libro interesante («El médico de mi hijo», Temas de Hoy) en el que denuncia la progresiva incapacidad de los padres para afrontar los pequeños problemas de la crianza del bebé. Desde cortar las uñas hasta la inapetencia alimenticia o el modelo de chupete, todo pasa por la consulta del especialista. Es hilarante leer su testimonio sobre salitas de espera atestadas de padres que atesoran pañales con cacas, para mostrarlas al galeno, o los empeños de los primerizos en esterilizar el entorno del bebé hasta convertir su habitación en una cápsula de la NASA. Martínez recomienda la vuelta al sentido común, a una cierta autonomía para afrontar sin miedo las picaduras de avispa o los catarros. Dice que, al menos en Pediatría, no es que falten médicos en España, es que sobran niños en las urgencias. A mi retiro estival han llegado dos amigos recién paridos, con su bebé. Los instalé en el piso de arriba, con vistas al mar y pensando en su tranquilidad. Craso error. Han puesto una cámara de vídeo sobre la cuna del rorro y se mantienen constantemente en contacto con su imagen mediante un ordenador instalado en el porche. También hay un terminal que reproduce, en mitad de nuestras conversaciones, los suspiros del bebé o sus más nimios vagidos. La hermanita, de tres años, lleva una pulsera que pita si se aleja de nosotros unos metros. Como en la cala estamos solos, vemos perfectamente dónde está y escuchamos los pitidos en el silencio, así que no entiendo la utilidad del dispositivo. Cruzo los dedos para que ninguno de los críos se trague una mosca o coma una pelusa. Puede que ellos sobreviviesen, pero los padres se mueren del susto. Y a ver qué hago yo con los dos bebés. No tengo tiempo de acudir a la escuela de padres, los especialistas, galenos y psiquiatras. Ni de leer tomos de Pediatría.Y menos en vacaciones.