José Jiménez Lozano
La pequeña bondad humana
No hacen falta muchas filosofías para comprobar que, sin ir más allá, el pan o la leche de ahora mismo son más bien comparaciones y metáforas, más o menos ingeribles, del pan y la leche de otro tiempo; es decir, del pan y la leche simplemente. Y esto es algo que ocurre hasta con los libros, por cierto; aunque también todo ello tiene sus compensaciones a veces cuando, por ejemplo, nos reencontramos a aquellos viejos y queridos conocidos, y tenemos que decir: «¡Anda, pero si es leche! ¡Anda, pero si es un libro!». Y otra cosa es que, conforme a criterios científico-dietéticos, o científico-literarios, se nos ofrezcan, luego, productos muy superiores al pan, la leche, o a los libros. No lo sé, pero creo humildemente que Ernst Jünger tenía toda la razón cuando aseguraba que quienes afirman, un día sí y otro también, que en otros planetas tiene necesariamente que haber hombres, no saben lo que dicen, porque es obvio que lo que se llama «un hombre» –o por lo menos lo que se llamaba así hasta hace poco tiempo– no es un producto natural como las lechugas y los minerales, sino de la Historia y la cultura.
Y lo primero que hay que decir es que, por atroz que haya sido y siga siendo la historia humana, lo cierto es que ha dado bastantes muestras de individuos absolutamente extraordinarios, y bastantes miles o millones muy aceptables, que han hecho, y hacen, que el planeta no sea un puro corral de vacas –si las vacas me perdonan la comparación–, y que podamos sobrellevar de alguna manera los sangrientos o repulsivos desaguisados de la canalla, en cuyas filas, claro está, hay que poner a la cabeza a buena parte de los ilustres señores que llenan las páginas de las crónicas antiguas y modernas. ¡Qué lo vamos a hacer!
Pero el misterio inexplicable de esa Historia está en que, pese a todo, ha habido tiempos espléndidos, y en todos nunca ha faltado «la pequeña bondad humana», de que habla Víctor Grossman, y se ha podido sobrevivir, a todos los desastres, desengaños, y desesperanzas, incluso al lado de la pura barbarie.
Sigue siendo esta pequeña bondad, exactamente como la capacidad de matarnos que tenemos cada uno de nosotros, que es por lo que sabemos, como decía Hobbes, que somos iguales, y un hombre es un hombre y no un puro bípedo. Pero cierto es también cuando que quien ayuda a otro ser humano, así sea a subir dos peldaños de escalera, resulta el espejo mismo de lo que es específicamente ser hombre, y de la civilidad y la cultura, frente a cualquiera de los sujetos aspirantes a líder de tribu, que arrasa con todo para conseguirlo. Y algo semejante ocurre con los distintos momentos de la cultura y la civilización, y cada día nos lo recuerdan las noticias de los periódicos, suponiendo, naturalmente que se sabe lo que son aquellas realidades del vivir y su ámbito, sobre las que antes nos ilustraban los planes de enseñanza,
Cuando leemos noticias, por ejemplo, sobre el Medio Oriente, la vieja región que fue la cuna de la cultura humana y del cristianismo –en realidad un entrecruce de culturas, no un peligroso revuelto de ellas–, se nos fuerza a pensar en lo que fue aquella diversidad cultural, social, y religiosa, de pensares y sentires antiguos. De manera que, al comprobar entonces que se está allí aplastando el cristianismo, y que Europa o lo que queda de ella, aunque haya renegado de este cristianismo, está puesta en jaque de horror y sangre por gentes de una brutalidad extrema, todo tendrá que repensarse. Y, si pudiese ser rehacerse al socaire de la pequeña bondad humana, por musulmanes y no musulmanes, cristianos y no cristianos, para que vuelva a ser siquiera sombra de la gloriosa realidad que se llamó «tolerancia bizantina», en su antigua fulguración y deslumbre más brillantes. Porque es nuestra humanidad la que se juega, ahora, para todos nosotros.
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