Luis Suárez
La política y el orden moral
Hace unos días, este mismo diario ha hecho público un manifiesto al que, guiados por el prestigio de los firmantes, muchas personas se han adherido. Es un acierto plantear de este modo las cosas. Ya los griegos, al poner en marcha la palabra, nos enseñaron que la polis, para su subsistencia y desarrollo, necesita de dos dimensiones que vienen del espíritu: la conciencia del deber y la filantropía hacia aquellos que, con nosotros, comparten la existencia dentro de esa comunidad que garantiza la libertad. Cuando Europa se hizo cristiana y consiguió emerger en medio de las ruinas provocadas por el desplome de la romanidad, hizo suya esa idea enriqueciéndola. Nos explicó que en el ejercicio de la política entran dos dimensiones, la autoridad que es en sí misma un bien, ya que nos explica lo que correctamente debe hacerse; y el poder, que no pasa de ser un recurso al que tenemos que acudir porque los ciudadanos se desvían del camino en lugar de hacer el bien. Ahora, la autoridad tiene un resorte escrito en el que por autoridad soberana de la ciudadanía se dibujan todos los puntos que tenemos que seguir.
Uno de esos puntos, que figura entre los primeros y esenciales, se refiere a la unidad de España. Ahora son muchos los que, desde las posiciones de la política, están tratando públicamente de desobedecerlo. Y el poder se considera impotente para frenar dichas tendencias, ya que sería absurdo y todavía peor recurrir a los recursos que proporciona la fuerza. Sólo queda un camino: enseñar con buen amor y detalle cuáles son los males que se derivan del retorno a los taifas. Lo fueron ya en el siglo XI. A un régimen autoritario y en apariencia exitoso, el de al-Mansur, sucedió una ruptura porque el islam era incapaz de proporcionar esa fórmula de convivencia que nace de la separación entre las dos autoridades temporal y espiritual, respectivamente. Y Europa, que alcanzaba en aquellos momentos su primera reforma, supo dar respuesta. La libertad depende, en primer término, de reconocer el orden moral que se halla inserto en la naturaleza humana; y en segundo; de que los demás sean capaces de cumplir con su deber. El ejemplo es la vía. No es vano que los «enxemplos», enseñados por los judíos, sean una de las dimensiones esenciales de la literatura española. La Prensa, cada día, nos proporciona noticias acerca de la corrupción y el mal comportamiento de los políticos. Es inevitable que así sea, pues una y otro son noticia, mientras que el comportamiento correcto permanece en silencio precisamente porque sale de lo normal. Hay que advertir, sin embargo, que con ello puede causarse un daño: en la conciencia del hombre de la calle aparece con claridad la idea de que los políticos son corruptos. Un error que deberíamos aclarar. Me inclino a creer que la inmensa mayoría se comportan como personas normales, obedientes a los programas que sus propios grupos elaboran. Pero este peligro se agrava porque en la lucha por el poder, cada partido se siente tentado a atribuir al de enfrente todos los daños, cargándole con la responsabilidad que no asume. No hay una colaboración entre los distintos sectores aportando cada uno las razones que entiende y explica. Si se produce una, como en el caso registrado en relación con la Comunidad Europea, la ciudadanía siente como una especie de viento fresco que la reconforta. Ahí está el camino a seguir.
Yo no dudo de que en la Constitución ahora vigente sea necesario introducir algunos añadidos o aclaraciones, pero tenemos que admitir que se trata de un documento jurídico de enorme valor; es muy peligroso que no se tenga en cuenta o que se procure conculcar su enseñanza. En ella, la libertad religiosa aparece no como una tolerancia, ya que las distintas religiones reconocidas son calificadas de bien, y deben ser por tanto queridas y no simplemente toleradas. En el cristianismo, nacido del judaísmo y ahora cada vez más identificado con él, aparece explicado el orden moral que permite la convivencia y el crecimiento de la persona humana. No me cansaré nunca de recordar que Ortega y Gasset y Karol Wojtila, en fechas distintas, coincidieron plenamente en esta constatación: progresar no consiste en «tener» más, sino en «ser» más, es decir, en crecer.
En ese crecimiento, la educación del hombre y de cómo una y otro funcionan constituyen uno de los principales desafíos de la renaciente europeidad. La decadencia de la enseñanza, y de modo muy especial en España, constituye uno de los problemas fundamentales. Y llega el ministro Wert proponiendo una reforma que permita reanudar la marcha y recuperar el pasado y, ¿qué sucede? De todas partes críticas como si se hubiera encontrado al fin un caballo de batalla. Hay en su programa aciertos muy notables y también problemas de difícil solución. Porque es indudable que se debe solicitar y premiar en el estudiante el rendimiento antes de otorgar o mantener la beca, pero no está clara la forma de hacerlo. No se explica de dónde deben salir esos números –5,5 y 6'5– con los que ahora se especula. Se da la impresión de que se trata de un dato rigurosamente objetivo, y no es así. La experiencia nos enseña que hay muchas diferencias entre los centros de enseñanza y los profesores a la hora de otorgar una calificación. Y ahí el ministro necesita colaboración, no críticas. De ello depende el futuro de España.
Pero volvamos al manifiesto de LA RAZÓN, en el que en pocas líneas se han hecho las advertencias precisas. Lo que la política necesita es un cambio en las posturas: de un lado, destacar lo que se está haciendo bien; del otro, colaborar ayudando, pues los argumentos y razones que uno descubre son valiosos también para los que militan en otras filas. Y entender bien la Constitución: la unidad de España se refiere al entendimiento y al amor al prójimo, ese precisamente, que está más cercano.
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