César Vidal
La República en España: dos trágicas experiencias
En 1868, la Monarquía borbónica estaba tan corroída por los casos de corrupción que salpicaban a la propia Isabel II y los partidos dinásticos tan desgastados, que el derrocamiento de la reina fue rápido, inesperado y prácticamente incruento. Sin embargo, los problemas políticos se revelaron extraordinariamente correosos. La Monarquía de Amadeo de Saboya, que sucedió a la borbónica, concluyó cuando el Rey decidió abdicar, abrumado por el rechazo de la inmensa mayoría de la población española. Así llegó la Primera República. El régimen fue efímero y dejó de manifiesto su imposibilidad y su capacidad añadida para conjugar los peores demonios. De sus cuatro presidentes –Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Castelar– sólo el último tenía talla suficiente como para intentar apuntalar un régimen que lo mismo debía sofocar alzamientos carlistas que evitar que España se deshilachara en episodios regionalistas como la independencia de Jumilla o la proclamación del cantón de Cartagena.
El general Pavía acabó entrando en las cortes, aunque no lo hizo con la intención de derribar la República. Por el contrario, deseaba mantenerla en pie. Fracasó en el empeño. La Restauración borbónica encarnada en Alfonso XII y arbitrada por Cánovas tuvo lugar como la caída de una fruta madura. El momento en que murió el régimen de la Restauración sigue siendo objeto de discusiones hoy. Las causas, sin embargo, recuerdan al final de la Monarquía isabelina. Los partidos políticos se habían agotado demostrando una penosa incapacidad para solucionar los problemas de la nación y el nacionalismo catalán estaba dispuesto a cualquier eventualidad con tal de alcanzar sus objetivos.
La dictadura de Primo de Rivera fue sólo un paréntesis que sirvió para acelerar el final de un régimen muerto. Y así llegó el segundo experimento republicano. Por mucho que se desee idealizar, la realidad histórica de la Segunda República resulta obvia. De entrada, su proclamación no fue fruto de la efervescencia popular, sino de la capitulación de un sistema ante un grupo reducido de conspiradores que iban del PSOE a una derecha pocos días antes monárquica, pasando por el nacionalismo catalán y algunos republicanos históricos.
No llegó en 1930, porque el golpe de estado preparado por los republicanos fracasó, pero en abril de 1931, tras unas elecciones municipales en las que los republicanos obtuvieron sólo 5.775 concejales frente a 22.150 monárquicos, un rey desfondado por la muerte de su madre y el abandono de los suyos se dejó convencer para abandonar el país. Lo hizo convencido de que regresaría pronto. Falleció en el exilio. La izquierda en el poder –que se apresuró a tomar medidas como la aprobación de una ley de Defensa de la República que aniquiló la libertad de expresión y que emprendió reformas que no solucionaron ni el problema de la violencia anarquista– fue derrotada en 1933, precisamente en las primeras elecciones generales en las que participó el voto femenino. Era demasiado para una izquierda que había soñado o con implantar una pseudodemocracia anticlerical como la mexicana o con avanzar hacia la dictadura del proletariado.
En 1934, los nacionalistas catalanes de la Esquerra y el PSOE se alzaron en armas contra el Gobierno republicano. La revolución fue sofocada, pero la República ya estaba condenada. El Gobierno de centroderecha de 1935 hizo más que los anteriores, pero una hábil campaña basada en la corrupción del partido radical provocó el final de éste. La violencia callejera polarizó a un opinión pública que acudió a las urnas en febrero de 1936 en un clima de extraordinaria tensión. Tras un pucherazo electoral al que se sumó gustosamente el PNV, la izquierda regresó al poder e inició la revolución. En julio, se produjo un alzamiento contrarrevolucionario que, al fracasar, se convirtió en Guerra civil. En el curso de la misma quedó de manifiesto que el conflicto concluiría con una dictadura similar a las futuras democracias populares del Este de Europa o una de corte católico e influida por el mensaje social del fascismo. La Monarquía de los Borbones regresó, pero tardó casi cuatro décadas.
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