Alfonso Ussía
La ridícula ingenuidad
Me he sentido muy reconfortado cuando he visto las fotografías de una manifestación en Santiago de Compostela. «Nunca máis», rezaba la gran pancarta. «Nunca más», he traducido. Lo he pensado. «Al fin la gente reacciona ante la ignominia». Estamos todos en casa mientras los jueces llenan de escoria nuestras calles, habitándolas de terroristas, violadores, asesinos en serie, secuestradores, pedófilos y demás ralea. La sociedad es mansa. Acusan a las víctimas del terrorismo de constituir un obstáculo para alcanzar la reconciliación. No se han parado a pensar los acusadores que las víctimas del terrorismo han dado un ejemplo de serenidad democrática, amparándose durante decenios en la Justicia y rechazando los humanos deseos de la venganza. Ya no son las víctimas del terrorismo las únicas que lloran. La Justicia ha tenido a mal abandonarlas, y se sienten absolutamente desamparadas y mentidas. Con ellas, las familias de los inocentes asesinados por los más atroces delincuentes. Violadores en serie, asesinos sin una resolana de misericordia en su piel, secuestradores que negocian la vida de sus víctimas con unos padres desesperados que ignoran que esa vida adorada ha sido ya segada por la perversidad. Porque junto a los terroristas, precipitando la injusticia acatada de Estrasburgo, los jueces españoles se desdicen y están abriendo de par en par las prisiones para dejar en la calle a sus más indeseables y sanguinarios inquilinos. Y de pronto, una manifestación, al fin un grupo de ciudadanos que se reúnen para gritar que nunca más, que así no vamos a ninguna parte, que un Gobierno socialista pactó con los terroristas y se les ha ido de la mano el pacto, y que un Gobierno conservador no ha movido un dedo para combatir el más ignominioso de los acuerdos. Suficiente tiempo ha tenido López Guerra, el emisario de Zapatero en Estrasburgo, para convencer a un maltés, un islandés y un croata de que en España se trata con poca consideración a los terroristas. Y con los terroristas a los asesinos, a los violadores, a los delincuentes más abominables. Alguno de ellos ha anunciado que va a exigir una indemnización al Estado. Y estamos en nuestras casas, leemos las noticias, nos desangramos ante las imágenes de los informativos, apagamos las radios para no oír los comentarios de los que celebran las excarcelaciones, y al fin, un reducido número de personas se manifiestan en Santiago de Compostela para pedir que nunca más vuelva a suceder en España lo que ahora lamentamos. Pero mi amigo el camarero que me informa todas las mañanas de lo que pasa en España me ha abierto los ojos. Y me ha garantizado que esa manifestación indignada de Santiago nada tiene que ver con la sentencia de Estrasburgo, la colitis de nuestros jueces, las trampas sindicales de los ERE, la administración de Bárcenas, las sombras de Gürtel, y demás nubes que ensombrecen nuestra decencia pública. Y me lo ha contado.
«Aquello fue horrible. Un accidente que llenó de alquitrán todo el litoral gallego. Centenares de playas, kilómetros de rocas, decenas de miles de aves, millones de mariscos perdidos para siempre. Toda España se volcó a favor de su maravilloso noroeste gallego. Y hubo decenas de miles de voluntarios, y el Ejército se multiplicó en su esfuerzo, y llegaron ingentes cantidades de dinero. En tres años, todo pudo arreglarse, a Dios gracias. Pero una década más tarde, la Justicia ha dictado sentencia. Y no hay culpables. Fue un accidente. No han condenado ni al capitán del barco, José María Aznar, ni al oficial de máquinas, Álvarez Cascos, ni al armador del buque, Mariano Rajoy. Y claro, los socialistas y el BNG están que trinan. Unas sentencias duelen y otras, no tanto. Estamos en España, no lo olvide, en España».
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