Ángela Vallvey

La risa

En tiempos, un compañero de estudios menospreció en mis narices alguno de mis escritos adolescentes porque, según dijo, «era cómico». Y a mí, que entonces era más sensible que la pantalla de un iPhone –y más tonta que un kilo de habas–, me dio por dudar de aquello que había escrito con intención claramente humorística. Una amiga, para animarme, me copió en un folio rayado unas palabras de mi admirado Mark Twain, que decían que el que hace reír nunca se rebaja, sino todo lo contrario: hacer reír a los que vuelven del campo con sus manos tan endurecidas que ya no las pueden cerrar (en mi caso sería hacer reír a los que tienen la cara tan dura que ya no se les puede caer de vergüenza, como el chico aquel de marras), a los que salen de los despachos con los pechos faltos de aire, a los que vuelven del taller con las uñas negras de grasa. Hacer reír a todos los que han de morir un día, a todos los que han perdido a su madre o la perderán... El que con la risa les hace olvidar por un instante sus pequeñas miserias —decía Mark Twain—, el que hace reír a seres que tienen tantas razones para llorar, ése es el que les da fuerzas para vivir, y a ése se le ama como a un bienhechor. Hasta entonces, yo siempre había pensado que los autores literarios –y yo quería ser autora, ¡nada menos!–, eran más importantes cuanto más serios, solemnes, campanudos, graves y pomposos fueran. El humor me parecía la segunda división de la creación literaria, el suburbio del pensamiento. Sin embargo, exige un espíritu poético, como decía Menéndez Pelayo, capaz de elevarse en libertad. Además, el humor –como el amor verdadero–, nunca se olvida.