Ángela Vallvey
La Solana
La Mancha. Fue esta tierra, con fama de pobre y yerma, la que escogió Cervantes para las correrías de don Quijote y Sancho, personajes que nunca existieron salvo en la imaginación de su autor, y sus incontables lectores, pero que gracias a la magia de la pluma cervantina han hollado mil caminos como si de verdad un día hubieran tenido carne y hueso y alma y pies. Siempre se definió a La Mancha como un terreno llano y árido, poco fértil, y sin embargo puede sorprender por lo quebrado o por el verdor y la humedad de sus accidentes geográficos. Comprende desde los Montes de Toledo y los estribos occidentales de la Sierra de Cuenca y desde la Alcarria hasta Sierra Morena, incluyendo la Mesa de Ocaña y de Quintanar, los territorios de la Orden de Santiago, San Juan y Calatrava, y toda la Sierra de Alcaraz. Hasta el siglo XVI, su parte oriental se llamó «Mancha de Montearagón», o «Mancha de Aragón», por la sierra que hay entre Chinchilla y el antiguo reino de Valencia.
Los pueblos de La Mancha son joyas por descubrir, como La Solana, de la que se cuenta que antiguamente tuvo un espléndido palacio de cristal coronando un alcor: el Cerro de los Dioses de Cristal. Las leyendas son habituales en La Mancha, como si sus orígenes fueran míticos. Quizás lo sea su propia existencia. Si bien La Solana es un espacio muy auténtico, rebosante de historias, habitado por gente de bien, acogedor con el forastero. El aire huele a fruta de una huerta cercana al río Azuer. El vino de La Solana merece los paladares de un mosén, un poeta y un rey medieval.
Viajero: vaya usted a La Solana y explore una fantasía de azafrán y molinos gratos a los propios dioses. Y a Cervantes.
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