Política

César Vidal

La última vez que visité Dallas

La última vez que visité Dallas
La última vez que visité Dallaslarazon

Había salido de Florida advertido de que, al aterrizar en Texas, me encontraría con un tornado. Como no era la primera vez, me lo tomé con calma en la confianza de que podría alcanzar sitio seguro antes de que se contemplara cómo los más diversos objetos volaban por los aires. Pequé de optimismo. La persona que fue a recogerme al aeropuerto de Dallas me informó de que la ciudad donde asesinaron a JFK no sufría la llegada de un tornado sino de siete. Lo dijo con naturalidad, igual que el español que señala mirando al cielo y dice eso de «parece que va a llover» o «vamos a tener que sacar el paraguas». Durante la siguiente hora, contemplé sin terminar de creérmelo cómo el conductor del vehículo iba cambiando de ruta de manera continua de acuerdo con las instrucciones que daban por la radio. Fue así como, dando vueltas y revueltas, pasando del sol a la lluvia y del viento a la calma, llegamos a las inmediaciones del campus universitario al que me dirigía. Fue el general Sherman, gran vencedor del sur, el que afirmó sobre Texas aquello de «si fuera propietario de Texas y del infierno, alquilaría Texas y me iría a vivir al infierno». Se trataba de una frase no tan exagerada cuando se piensa que uno se puede ir a la cama a más de treinta grados y despertarse por la mañana con medio metro de nieve ante la puerta. Desde luego, no se trata ni lejanamente de la peor experiencia que yo haya podido vivir en relación con la climatología. Más de una vez, los huracanes los he vivido en el sur de la Florida encerrándome en una habitación sin ventanas y tras almacenar botellas de agua mineral en casa por si se suspendía el suministro. En uno de los casos, tomé el avión de regreso a Madrid apenas unos minutos antes de que el huracán arrasara media ciudad. Federico Jiménez Losantos no tuvo tanta suerte y desde Key Byzcaine escribió un artículo describiendo cómo su edificio de apartamentos no se había visto afectado, pero los colindantes estaban sin luz, agua ni aire acondicionado. No se trata única y exclusivamente del sur de la Unión. Las tormentas de arena en el medio oeste –en algún caso históricas e impulsoras de obras maestras como «Las uvas de la ira» de Steinbeck– o las nevadas de más de dos metros de altura –que estuvieron a punto de costarle la oreja en Ohio a uno de mis mejores amigos– son otros botones de muestra.

Esta nación es así. Piénsese que California, un estado al que con cierta benevolencia se califica de mediterráneo, la bautizó de esa manera Cortés porque le recordabas unos hornos ardientes. De esa tónica ni siquiera se salva Nueva York. Un verano neoyorquino puede rebasar los 40 grados mientras que sus Navidades, verdaderamente blancas, descienden más allá de los veinte bajo cero sin problema alguno. Nadie lo diría, pero su variación climática es muy semejante a la de Moscú.

En buena medida, esta climatología no precisamente benigna ayuda a entender el carácter del norteamericano medio. Lo que el huracán, la inundación o la riada se llevan por delante lo vuelve a levantar con sus propias manos. Incluso los empleados contratados para ayudar a las víctimas de los desastres naturales saben que su trabajo es eventual y que sólo durará las semanas que se prolonguen las tareas de reconstrucción. Luego la vida seguirá igual marcada por el trabajo, la constancia y la lucha contra los elementos hostiles. Hasta el próximo desastre. Como la última vez que visité Dallas.