Joaquín Marco
La Unión Europea ante los otros
Todos guardamos en la memoria aquella lección que aprendimos de niños sobre la caída del Imperio Romano. Fueron los bárbaros, es decir, los extranjeros, quienes lentamente fueron destruyendo e infiltrándose en el Imperio hasta transformarlo y destruirlo. El proceso duró siglos, pero fue imparable. Algo semejante les sucedió a otros imperios: tras su ascenso y consolidación, llegó el declive. La Unión Europea no es un imperio. Cuesta definir la naturaleza de la amalgama de países que engloba, porque no ha dejado de ser todavía una idea en evolución, una suma de naciones que se presentan con un carné de identidad de estados del bienestar. Pero la Unión deja mucho todavía de estar cohesionada. Algunos de sus miembros rechazaron integrarse en la moneda común, el euro, y exhiben su escepticismo o proponen, como Gran Bretaña, un referéndum para plantear su abandono. Sin embargo, pasaron ya las etapas de imperios y colonias y hoy somos conscientes de habitar un planeta que se define por la globalización. También somos conscientes, desde antes de que existiera la Unión Europea, de las desigualdades económicas que se producen en este mundo globalizado. Del mismo modo que los EEUU, forja de emigrantes, constituyen ahora un reclamo para los de América hispana, la Unión se ha ido convirtiendo en un refugio, el ámbito elegido por un gran número de personas de diversas religiones, colores de piel o formación. Jean Claude Juncker el pasado miércoles reclamaba que la Unión acogiera a 160.000 refugiados, para lo que la Comisión destinaría 1.800 millones de euros. España se convertiría, con 15.000 asilados, en el tercer país de acogida, tras Alemania y Francia. El tema se convirtió ya en acuciante cuando Hungría, Grecia, Macedonia e Italia se vieron desbordadas por la acumulación de cuantos buscaban refugio en la UE, que había asumido desde comienzos de este mismo año ya medio millón de personas procedentes de zonas conflictivas como Siria, Libia, Irak o Somalia.
No es que los ciudadanos europeos y sus gobiernos desconocieran la situación de penurias y violencia en el norte de África. Pero el desencadenante de la actual situación fue la fotografía de un niño sirio arrojado a la playa turca de Bodrum, Halicarnaso, del que muy pronto conocimos su nombre, Aylan Kurdi, y que fue ampliamente divulgada en los medios. Su madre y su hermano, según conocimos, habían muerto en el naufragio. Angela Merkel, que anteriormente había hecho llorar a una niña palestina en su país asegurándole que «ya no cabían más» y que resultaba imposible prologar indefinidamente su estancia y la de su familia, se ha convertido ahora en el símbolo de la acogida. La política cambiante de Europa y los EEUU en Siria no deja de ser el ejemplo de la ingenuidad y falta de información con que se acogieron las llamadas «primaveras árabes». Libia, cuarteada, carece de un estado fiable, y Siria lleva ya cinco años de guerra civil. Cuatro millones y medio de sirios son ya refugiados. Tres millones y medio viven en campamentos en Líbano, Jordania, Turquía y otros países fronterizos, a los que hay que añadir los ocho millones de desplazados. La población siria, integrada por una amplia clase media, ha logrado sufragar los gastos que supone, con altísimos riesgos, llegar hasta las fronteras de la Unión y atravesar sus barreras, no sin la colaboración de traficantes de seres humanos. Buena parte de los que logran huir son adolescentes o niños. De este caos en la zona ha brotado, además, el Estado Islámico, asentado sobre territorios inicialmente poco poblados, pero que ha ido ocupando ciudades y desatando horrores. El EI, por otra parte, no sólo consigue reclutar occidentales en sus filas, sino que actúa en el propio seno de la UE. Sin embargo, sus mayores atrocidades se producen en el seno de sus propias comunidades árabes, donde se aplica la máxima ortodoxia islámica.
La compleja situación de los países de la Unión Europea obligará a acoger obligatoriamente a los refugiados de hoy, pero todo hace prever que esta emigración se prolongará a menos que se intervenga directamente en los países. Es inviable una decisión del Consejo de Seguridad en este sentido, porque Rusia y China votarían en contra. No cabe, pues, confiar en la existencia de un paraguas legal que permita actuaciones militares que, por otra parte, tampoco resultan muy efectivas. La inestabilidad de la zona parece asegurada, pero entre los que pretenden entrar en la UE cabe añadir a los afganos, que escapan de las acciones de los talibanes. Occidente les abandonó a su suerte. Tampoco faltan paquistaníes o yemeníes. La UE no es capaz de resolver todos los casos que, por unas u otras razones, buscan en la emigración su salida personal o familiar. La globalización sólo afecta a economías y pocos parecen haber pensado en las personas. Cuantos lleguen a la UE han de ser debidamente identificados y habrá que resolver su situación laboral en unos tres meses. En países como España, con tan alta cifra de paro, no va a resultar sencillo. Y en buena parte de Europa (incluida Alemania) la xenofobia se verá acrecentada. Mientras se mantenga en la memoria la imagen del niño tendido en la playa no faltarán buenas intenciones. Pero la realidad no está forjada tan sólo por imágenes. ¡Cuántos niños no han sido sacrificados, incluso crucificados, en estas brutales luchas de los países en guerras interiores y cuántos no habrán muerto de hambre! Tenemos la fortuna de formar parte de sociedades que superaron situaciones semejantes. A los problemas internos de cada país de la Unión se le exigirá una cuota de solidaridad. ¿Quién puede negarse? Pero la solución no reside en la acogida. Ellos, los otros, no quieren abandonar su país. A ello debemos aplicarnos.
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