José María Marco

La utopía de Salmond

Uno de los problemas que les va a plantear la independencia a los escoceses (en el caso que finalmente decidan separarse del ex Reino Unido en el referéndum de hoy) es qué hacer con los salmones que suben aguas que no saben de fronteras. Es una de las muchas cosas que tendrán que negociar con sus vecinos. Otra de ellas, más seria y que les da una apariencia de fuerza, es qué ocurrirá con la base de Faslane, donde se encuentran los submarinos nucleares británicos. Como los británicos necesitarán varios años para encontrar otro sitio donde aparcar sus juguetes de guerra, los escoceses tienen una seria baza de negociación. Como se explicaba ayer en estas páginas, la baza más importante es el petróleo del mar del Norte. Los independentistas están convencidos de que pueden convertirse en una nueva Noruega y, de paso, apearse de una «nación» que ha practicado –el victimismo no anda lejos– un imperialismo implacable. En el fondo de la propuesta independista escocesa hay un claro regusto de este anhelo, tan postmoderno, de desaparecer de la Historia. De ahí su éxito, probablemente, y por eso muchos más europeos de lo que parece contemplan con curiosidad el caso escocés. El experimento vendría a plantear, a su manera, un nuevo guión para una Unión Europea que se pensó en su día como una fórmula para superar los enfrentamientos bélicos en el Viejo Continente. Hay quien quiere experimentar con otras distintas. Como es natural, la UE, que, al fin y al cabo es una unión de Estados, no se aceptaría fácilmente el desafío. Por su parte, algunos de los Estados miembros con problemas independentistas en sus propias fronteras bloquearían la posible entrada de Escocia en el club. La promesa independentista de formar parte de la UE es por tanto imposible de cumplir, por lo menos durante muchos años. Tampoco está clara la seguridad de la nueva nación y, aunque no haya un peligro inminente de invasión, ni siquiera por los «tories» británicos con el siempre entusiasta Boris Johnson a la cabeza, los independentistas no están en condiciones de asegurar el control de los flujos de población.

Esto último afecta directamente a la promesa de una nación subsidiada con el dinero procedente del petróleo, porque en eso consiste la utopía postmoderna y localista de la Escocia independiente. En este punto, los independentistas cuentan sobre todo con el hiperconservadurismo del resto de los europeos, que se niegan a alumbrar nuevas fuentes de energía en sus países: son un cliente seguro, a diferencia del resto del mundo, más dispuesto, como Estados Unidos, a investigar, a trabajar y a moverse. Los problemas financieros y económicos, por su parte, son gigantescos. En cuanto a la moneda, Escocia seguiría dependiendo, al menos por un tiempo, del Banco de Inglaterra (como hasta ahora, dirán los independentistas, aunque la herida narcisista sería más insoportable a partir de aquí). Y por mucho que el Tesoro británico se haga cargo de la parte de la deuda que le correspondería a Escocia hasta que la nueva nación estuviera en condiciones de empezar a pagarla –para evitar un colapso transfronterizo–, el volumen de esa deuda sería tan alto que pondría en peligro todo el sistema financiero y, claro está, la promesa del feliz Estado de Bienestar escocés. Nadie sabe, por tanto, quién ni cómo se pagará las pensiones, los hospitales, el desempleo o la enseñanza. Los bancos, por su parte, ya han amenazado con mudarse a la City. Las utopías, aunque no tengan grandes pretensiones, como esta de Escocia, salen caras.