Ángela Vallvey
La violencia no perdura
Dice la locución latina «Nihil violentum durabile» («Lo violento no perdura»). Podemos sospechar que esto no es del todo cierto, pues conocemos muchas sociedades que son violentas sin tregua, que no se dejan extenuar por la violencia, que no se toman ni un respiro en el ejercicio de la barbarie, como si contasen con inagotables fuerzas para alimentar esas energías desatadas que precisan los seres y las comunidades extremadamente belicosas. Mantener la llama de la agresividad siempre en plena combustión es agotador. Considero que la auténtica superioridad moral de Occidente sobre algunos otros lugares del mundo consiste precisamente en eso: en haber sido capaz de contener la violencia durante centurias hasta convertirla en poco más que testimonial, residual... Occidente, cuyo sustrato ha sido el pacifismo de la doctrina cristiana, llegó hasta un momento de la historia en que dijo «basta» a la violencia; la excluyó, dejó de tolerarla y comprenderla.
Comenzó en Europa: el crimen y el terror como algo consustancial a la naturaleza humana, como algo soportado e incluso disimulado, como si fuese un mal inevitable, dejó de consentirse. Las leyes, humanas y divinas, empezaron a rechazar la violencia y a los violentos, conscientes de que son una enfermedad que daña al cuerpo social. El resultado –en términos de evolución, de civilización y de progreso– es realmente magnífico. La respuesta a la violencia es sencilla: repudio tajante y sin titubeos de los actos brutales. Y seguir las tres reglas básicas: educación, educación y educación.
Las desgraciadas consecuencias de la violencia en el fútbol han dejado estos días el cadáver de un hombre y un panorama deportivo lamentable. La respuesta a eso sólo puede ser el rechazo frontal de los violentos. No hay más soluciones. Y si hubiera otras distintas, yacen todas de cuerpo presente en el fondo de un río.
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