Martín Prieto
Las barras bravas
Irritados por mi empecinamiento en no acudir a un partido de fútbol, ni siquiera visionarlo por televisión, el Fiscal General de la República Argentina, Julio César Strassera, azote jurídico de las Juntas Militares, conchabado con Jaime Torres, el mejor charanguísta del mundo, violentaron mi casa porteña y, a viva fuerza, me trasladaron a «La Bombonera», el estadio del Boca Juniors donde se jugaba un clásico de alto riesgo con el River Plate. Sentado en una grada preferente entre mis captores aproveché la salida a la cancha de los jugadores y el rugido de la masa puesta en pie para escabullirme como una rata. El rededor del campo era inquietante: las respectivas bravas sin entradas se tiroteaban desde las esquinas hasta que avanzó un regimiento de la Policía Federal a caballo, seguidos por la Guardia de Infantería, tropa de choque de la misma P.F. La batalla duró cinco minutos porque los jinetes echaron el pecho de los equinos sobre los grupos (un caballo salta sobre un hombre caído) y la retaguardia a pie detenía a los heridos o irreductibles. Las cargas no provocaron muertes. Pude buscar un «tacho» (taxi) y regresar a mi domicilio de donde no debí salir ni con amigos. Nuestras más peligrosas barras bravas son de ultraizquierda y extrema derecha. La Policía tiene identificados a ambos y es un misterio por qué no desmantela sus covachas. Sólo son chusma creciente que ignora que aun no siendo el cerebro un músculo funciona como tal haciendo gimnasia con las interconexiones neuronales, y si no las procuras acabas en regresión al Pithecanthropus Semierectus que hemos visto en el Manzanares. Terrible la imagen de esos cientos de jóvenes machos acodados durante 17 minutos en el pretil del río contemplando impávidos la agonía de un linchado. Ni uno se lanzó al agua para auxiliar a un ser humano en un aprendiz de río de aguas mansas y sin corrientes, al discurrir entre esclusas. Fallo multiorgánico entre el matonismo profesional, la cabeza de los clubs y una Policía necesitada de radiotransmisores y muchos más caballos. Lo que ha pasado no es la excrecencia de un juego lúdico: es la muerte de la empatía.
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