Semana Santa

Las cenizas de Cristo

La Razón
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Esta es una historia triste de cuando la barbarie y el odio se apoderaron de España. Ocurrió en un pueblo de Valencia la noche del 20 de agosto de 1936. Un grupo de hombres, que formaban el Comité Revolucionario del Pueblo, bebían y contemplaban, entre carcajadas, la hoguera, casi extinguida ya, que ardía en medio de la plaza. Estaban quemando la imagen central del templo parroquial, el Cristo de la Fe, a cuyas plantas se habían postrado docenas de generaciones y ante el que había orado muchas veces San Vicente Ferrer pidiendo por la conversión de los sarracenos. Avanzaba la madrugada. En medio de la plaza sólo quedaba ya la ceniza humeante de la hoguera. Aquellos hombres seguían bebiendo entre risotadas y comentarios soeces. De pronto vieron que se acercaba hacia ellos una mujer joven y frágil, casi una niña. Se llamaba Ángela, la conocían bien porque en los pueblos se conocen todos. Se acercó tímidamente. ¿Qué pintaba allí? Cuando llegó hasta ellos, le preguntaron destempladamente: «¿Qué quieres, muchacha?». «Vengo a por la ceniza de mi Cristo», respondió ella con determinación. Se hizo el silencio. «¡Echadla a patadas!», gritó uno. «¡No, ponedle la ceniza en ese cacharro –ordenó el presidente del Comité– y que se vaya! ¡Llenádselo!». «No, lo haré yo –dijo ella– traigo esta cajita». Así fue. Llenó la caja con las cenizas aún tibias del Cristo y se volvió a su casa.

El que me lo ha contado era pariente cercano de aquella mujer intrépida ya fallecida, y la caja con las cenizas del Cristo ha estado guardada en su casa hasta hace cuatro años, en que, con un acta notarial de por medio, las entregó al cura del pueblo y, desde entonces, figuran en una urna a los pies de la nueva imagen del Cristo de la Fe. Que nadie busque en este relato un deseo de remover las cenizas humeantes del odio, sino todo lo contrario. Me ha parecido una buena manera de rememorar la Semana Santa propiamente tal, aunque ya no resuenen las carracas por las calles empedradas, cuando las campanas enmudecían, anunciando las celebraciones en la iglesia, al grito de «¡A los oficios!». También en Sarnago, mi pueblo, el Cristo que ocupaba el altar de la entrada, a la derecha, junto a la pila del agua bendita, se llamaba el Cristo de la Fe. Desapareció cuando se hundió la iglesia, y nadie ha podido dar cuenta de su paradero.