Alfredo Semprún

Las cloacas del narcotráfico

Por aquel entonces, la Comisaría de Aguaprieta, en Sonora, desentonaba del resto del paisaje oficial por su buen estado de mantenimiento. Edificio nuevo, con mucho cristal polarizado, y una amplia zona de estacionamiento a su frente. Cuando aquella noche de abril de 2007 Saúl Martínez, reportero de sucesos del «Interdiario», se dio cuenta de que le seguían, se temió lo peor. Puso su ranchera a más de ciento veinte kilómetros por hora, ejercicio notable en una ciudad que alterna asfalto y tierra batida, y logró arrancar unos metros de ventaja a sus perseguidores. Llegó hasta la puerta de la Comisaría, cerrada, llamó a gritos, pero no le abrieron. Tras la cristalera, uno de los agentes de guardia vio cómo se llevaban al periodista sin intervenir. Recuerdo que a mi hermano Jaime y a mí, que andábamos tras una vieja historia de apaches, nos enseñaron las fotos de la ranchera de Saúl, con las puertas delanteras patéticamente abiertas, tal y como la había dejado a la puerta de la Comisaría. Le mataron a palos y dejaron su cadáver en un cerro de la carretera a Chihuahua, allí donde se cruza con una vieja pista india por la que Jerónimo conseguía escapar de gringos y mexicanos. Su hermano Erick, que dirigía uno de esos periódicos artesanales que tanto abundan en la frontera, sentía un alivio en medio del dolor. «Por lo menos –nos dijo– mis padres saben dónde está enterrado Saúl y pueden ir a rezarle». Cuando uno piensa que hay más de 26.000 desaparecidos en esta maldita guerra del narco, no parece mal consuelo. Nunca se ha sabido quién mató a Saúl Martínez. Dos meses antes, el jefe de la Policía de Aguaprieta, Ramón «Tacho» Verdugo, había sido asesinado en la misma puerta de su Comisaría, a la luz del día y pese a la nutrida escolta. Luego, desapareció un agente llamado Ángel Barboa, que era una de las fuentes del periodista Saúl y, tal vez, la causa de su muerte. Luego, en mayo, vino lo del asalto a la vecina ciudad de Cananea cuando un convoy de veinte furgonetas cargadas de sicarios, con armamento pesado, recorrió doscientos kilómetros por autopistas de peaje sin que nadie les diera el alto o avisara a la Policía. Tomaron la ciudad, secuestraron a cinco agentes y tres vendedores de cocaína y los asesinaron. Eran los primeros balbuceos de una guerra que ya ha costado 100.000 muertos y no tiene visos de acabar. Con el correr del tiempo descubrimos que el comandante «Tacho», típico hombre del norte de México, simpaticón, cantante de rancheras, comilón y mujeriego, no es que estuviera comprado por el narco, sino que él era uno de los jefes del narco. Lo que ocurrió es que el cartel del Golfo se rompió en dos y hubo que elegir bando. A «Tacho» le tocó perder. Sonora parecía, por aquellos años, el agujero negro del narcotráfico y sus carreteras y caminos se vieron sembrados de puestos de control del Ejército. Luego, la violencia pareció remitir mientras estallaba por doquier en el resto de México. Uno siempre ha sospechado que la calma regresó a Sonora cuando hubo un vencedor claro y no fue, precisamente, la Justicia. Ahora, el foco está en Iguala, Guerrero, donde han desaparecido 43 estudiantes, de los que nada se sabe salvo que molestaban al cacique local. El terreno está sembrado de narcofosas y es como buscar una aguja en un pajar lleno de agujas. Tal vez los hallen. Y cuando se calme el asunto y remita la indignación, todo volverá a su ser. A sus «Tachos».