Cristina López Schlichting

Las joyas de la corona

Impresiona la violencia de Twitter, donde triunfan los encizañadores y demagogos. Cuando entras, tienes que aprender a lidiar con gente que te llama «vaca nazi» o te desea la muerte. Personalmente, no suelo bloquearlos; prefiero empezar un diálogo. Pero lo que les ha ocurrido a Elena Valenciano o Cristina Cifuentes no es una excepción. La primera, tuvo que encajar amenazas contra sus hijos; la segunda, la creación de una plataforma llamada «Calla puta». La razón es la incorporación a la comunicación de masas de todos los sectores sociales. Y la red demuestra que el nivel es bajo, como prueban los informes Pisa, el índice de lectura de libros o la dificultad que atraviesan los periódicos. En centroeuropa, toda la población lee prensa desde el siglo XIX: los más cultos, el «Times» o «Frankfurter Allegemeine Zeitung»; los menos, «Daily Mirror»o «Bild Zeitung». España, por el contrario, tenía amplias capas sin alfabetizar cuando llegó la televisión, a mediados del XX, de manera que ésta tomó el sitio que habrían tenido que tener los diarios. Cuando mi amigo Nacho Montes empezó a colaborar con el programa llamado «Las joyas de la corona» –donde un grupo de jóvenes iletrados era «educado» por varios profesores en protocolo, modales o cultura general– quedé asombrada y pensé que se trucaban los casos. Salía gente que no sabía quién es la reina de Inglaterra o se quedaba estupefacta a la vista de una pala de pescado. Personas que jamás habían oído hablar de Cristóbal Colón y nunca habían leído un libro. Nacho me aclaró que no había falsedad alguna: el equipo de producción visitaba las discotecas de los polígonos industriales y encontraba con facilidad participantes para el concurso. En definitiva, existe una amplia franja de población que ahora entra en Twitter y nos deja perplejos. Lo que no acabo de entender es por qué disfruta tanto odiando. España ha sido tradicionalmente cainita y supongo que hay quien saca partido agitando estas raíces. Los «trolls» de Internet no son sólo bastos, son además agresivos y ultras. ¿Qué evita que estos seres vociferen por las calles, inunden de pintadas los muros o amenacen de muerte a los vecinos? La ley. Pues aplíquese la ley también en internet. El debate sobre la libertad de expresión es ficticio. Twitter no es un patio de vecinos, ni la barra de un bar –como se ha dicho–, es un foro universal y público donde deben imperar las normas de convivencia. O eso, o la tiranía de las «Joyas de la Corona»; porque, a gritar, no les ganas.