Luis Suárez
Las Reales Academias
Van a cumplirse trescientos años desde que la Academia de la Lengua iniciara su andadura, entrando en uno de los proyectos clave de Felipe V: comprometer a la Monarquía en esa tarea esencial que es la conservación y desarrollo del saber. Era un momento en que las viejas universidades habían entrado en declive, quizás por haber crecido con exceso su número haciendo así rutinarias sus enseñanzas. El gran monarca borbón, cuya obra en favor de la reconstrucción y relanzamiento de España no está suficientemente valorada, estableció o reconoció cuatro Academias, tres de ellas en Madrid, la de la Lengua (1714), la de la Historia (1738) y la de las Bellas Artes de San Fernando (1744) y una en Barcelona, de Buenas Letras (1752) porque tenía un sentido más amplio que abarcaba todo el horizonte de las tres anteriores.
Se trataba, desde luego, de custodiar y fomentar la cultura española en todas sus dimensiones, pero incluyendo en esta tarea también el nuevo sentido que trataba de darse a la nobleza. Todos los académicos, cualquiera que fuera su origen, tendrían ahora la condición de gentileshombres. La nobleza, que desde el siglo XV se apoyaba en los señoríos y en el linaje, tendría que pasar a ser un modelo para la conducta. Es algo que Jovellanos explicaría con detenimiento en aquel discurso que, en la Academia de la Historia, dedicó a honrar a Carlos III: ser noble no debía significar pertenencia a un sector dotado de derechos particulares (privilegios), sino acreditar con la conducta que el ejemplo es uno de los mayores bienes que pueden ofrecerse a la sociedad. De ahí que se iniciara la norma de dar título al propio nombre y no a un lugar determinado. Campomanes es el gran ejemplo de esta nueva situación, que se ha prolongado hasta nuestros días. Duque de Suárez es don Adolfo, protagonista de la transición de 1975.
A estas Academias, cuya influencia debía extenderse al Continente Americano ayudando de este modo al desarrollo que en aquellos reinos también alcanzaba, correspondía, pues, una tarea, la de poner en marcha de algún modo la Ilustración en la versión española. Esa Ilustración se diferenciaba de la francesa porque seguía otorgando –como lo harían también las Cortes de Cádiz– un valor esencial al patrimonio católico heredado. Todavía hoy las sesiones en la Academia de la Historia se abren con una breve oración que forma parte de su reglamento. Se trata de la línea en que precisamente trabajaron el P. Feijóo, Campomanes y Jovellanos; truncada luego por la revolución y el bonapartismo, daba sin embargo a la fórmula española una gran ventaja: el humanismo que se apoya en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana.
El paso dado por Felipe V fue tan importante que, en el siglo XIX, cuando el moderantismo liberal trataba de superar los daños venidos de los dos extremismos, surgieron, en Madrid, con carácter nacional, y en las provincias, nuevas Academias que se extendían a todos los sectores del saber. Numerosas, y también eficaces, en 1940 fueron reordenadas para cubrir la cultura como una gran unidad, el Instituto de España, cuyo primer presidente fue el famoso músico Manuel de Falla. Recorrer la lista de presidentes del Instituto, reordenado en 2010, es un buen ejercicio de la inteligencia. Y las academias, aun prescindiendo del nombre, siguen siendo el ejemplo de lo que verdaderamente significa la nobleza en la conducta y el comportamiento. Las Academias entienden bien que su tarea fundamental esté en recibir el patrimonio cultural que se ha venido creando, estimular su crecimiento y, de una manera especial, darlo a conocer. Además de los académicos de número están los correspondientes. La diferencia en los calificativos tiene escasa importancia; se trata en todo caso, de académicos, es decir, nobles intelectuales que se han distinguido no sólo por sus investigaciones directas sino también por su conducta. De este modo, los «académicos» forman un verdadero ejército del saber que tiene en la palabra y en la conducta sus recursos para tratar de servir a la sociedad. Entiéndase bien: servirla y no servirse de ella. Desde el primer momento, la Academia Española comprendió que necesitaba elaborar un Diccionario de la Lengua que permitiera el examen y enriquecimiento de las palabras que venían a incluirse en el español. Es un error llamar castellano a esta lengua, pues precisamente es el castellano el que ha desaparecido para servir de base, como ya viera Nebrija, al español. La Academia de la Historia pronto tuvo también la noción de que era necesario un Diccionario que acogiese las biografías de todos los personajes sobresalientes de la Historia de España, presentándolos como fueron en realidad y no con elogios o censuras que parten en realidad del individualismo ajeno. Campomanes señaló como prioritaria esta tarea. Pero las circunstancias impidieron que tal cosa pudiera llevarse a cabo. Un diccionario no es un ladrillo inconmovible. Tiene que ser mantenido con Vida porque constantemente aparecen personas y noticias que deben ser debidamente incorporadas. Así estaban las cosas hasta que Gonzalo Anes, a quien se ha dado por esta causa título de marqués, tomó las riendas de la Academia. Me molesta tener que hacer elogios, máxime cuando por esa dirección de la Academia han pasado personas de relieve incomensurable. Pero no tengo más remedio que hacerlo porque al celebrar el trescientos aniversario es imprescindible destacar que uno de los objetivos esenciales fijados por aquella primera Ilustración ha sido alcanzado. El número de colaboradores en la inmensa tarea haría imposible incluir la lista. Pero ahí se encuentra algo que no debe ser olvidado: el patrimonio histórico esté al alcance de todos. Sólo Inglaterra dispone de una obra de tamaño comparable y, en algunos puntos, también superior. De ambos tenemos mucho que aprender. Porque allí no se hacen juicios de valor sino que, como nos recomendara Leopoldo Von Ranke, los hechos aparecen explicados «wie es eigentlich gewessen»; como fueron en realidad.
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