Alfonso Ussía
Libertad de desahogos
Entiendo que un ministro está obligado a esmerar su lenguaje en cualquier declaración, manifestación o comparecencia pública. No obligado por ley, sino por cortesía. Pero se me antoja ridícula esa susceptibilidad a flor de piel que escandaliza a los periodistas cuando uno de ellos es la diana de un menosprecio emitido en privado. Guindos no tendría que haberse disculpado por haber mandado a tomar por retambufa a una periodista. Se trató de un comentario captado por cámaras y micrófonos en una conversación privada. La cursilería de lo políticamente correcto está terminando con la libertad de expresión en el ámbito íntimo y particular. No hace mucho, en amigable discusión con un viejo amigo se me ocurrió decirle un «déjate de mariconadas». Uno de los presentes en el corrillo me afeó la frase vulgar advirtiéndome de su condición de homosexual, y sintiéndose agraviado. Entonces, con tono sosegado le dije lo mismo por lo que Guindos se ha disculpado. Y se fue. Ignoro si a cumplir con mi recomendación o a pasear por el Retiro.
Un afamado y políticamente correcto periodista deportivo, para evitar el calificativo de «negro», se empeñó en referirse a un futbolista del Real Madrid como «subsahariano». El futbolista se llamaba Seedorf, es holandés y ha nacido en Amsterdam. Considerar que Amsterdam es una ciudad subsahariana sólo se le ocurre a un imbécil. Una mañana, en una «Tertulia» del gran Luis Del Olmo, mantuve otro desajuste racial con una bondadosísima y sensible periodista. Se disputaba ese fin de semana un Real Madrid-Atlético, y se me ocurrió aventurar que ganarían los viquingos a los indios por una gran diferencia de goles. Me equivoqué porque perdió el Real Madrid. Pero la susceptible mujer, que para nada se escandalizó con la denominación de viquingos a los madridistas, se encolerizó cuando me referí a los «indios» atléticos. –Parece mentira que una persona como tú caiga en esas descalificaciones racistas–. Tuve que explicarle que los propios atléticos se llamaban a ellos mismos los «indios», porque acampaban junto al río –El Manzanares–, odiaban al blanco –el Real Madrid–, y su gran jefe era «Caballo Loco» –Jesús Gil–. Se tranquilizó, pero no del todo.
Las expresiones vulgares y salidas de tono desahogan más que las protestas medidas. El que padezca el pisotón de un semejante en el lugar exacto donde crece un callo, mitiga mucho mejor el dolor con un «¡Coño!» balsámico que exclamando «¡Virgen del Amor Hermoso!». Y mandar a tomar por c... a una persona probablemente inoportuna alivia más que enviarla a la Conchinchina, más aún, cuando se hace en comentario privado. En la costumbre, el español es un idioma riquísimo que depende del tono en el que se habla. Resulta intolerable decirle a un conciudadano que es «un hijo de puta» – excepción de quienes sabemos–, y al contrario, no hay elogio más rotundo que calificar a una persona como «tío o tía de puta madre». Lo explicaba muy bien Fernando Díaz-Plaja en su «Español y los Siete Pecados Capitales». La admiración de un pueblo orgulloso sólo se expresa mediante una descalificación positiva. «¡Qué listo es el cabrón!» o «¡Cómo juega de bien ese mariconazo!». Somos así, y nos quieren amputar la libertad de expresión, de rechazo o de admiración los majaderos del lenguaje políticamente correcto, esos de «en base a», «los flecos de la negociación», «¡venga, hasta luego, vale!», «el crecimiento sostenible» y «hay que optimizar recursos», «subsaharianos» holandeses aparte. Cursis que merecen emular a Guindos y mandarlos a todos a tomar por retambufa.
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