María José Navarro
Los años
Cuando era pequeña, odiaba las lentejas. Los martes había lentejas en casa y los jueves, puré con las sobras y un puñadito de picatostes por encima. Tampoco me gustaba la menestra, el hígado con cebolla, el membrillo, las bufandas y hacer digestiones de dos horas y media después de comer. Pasados unos años, mato por unas lentejas con su chorizo flotante y su tocinillo sacando la cabeza. La menestra la tomo como el que se come la última hamburguesa antes de entrar en el corredor de la muerte, y si acabo con un pelín de membrillo con queso, me echo una siesta de pijama y apunto el día como uno de los mejores y de los más panchos. Tengo bufandas, pañuelos, fulares, y no me pongo verdugo porque se me chafa el cardado abisinio, y no sólo no me quejo de una sobremesa larga antes de darme un chapuzón, sino que la uso como excusa para tomar yintoni con los amigotes. Del hígado con cebolla ya hablamos otro día porque esa cuenta queda pendiente. Incluso sin cebolla. Lo mismo me ocurría con la Semana Santa, otra de esas cosas que una ha aprendido a valorar con el paso del tiempo, incluso sin entender demasiado de imaginería, de pasos, de palios o de mantos, de hermandades o de costaleros. Ahora, con más años que un bancal y sin remedio para la faldita tableada del labio superior, comprendo los llantos y las emociones imposibles de embridar. Mucho más si suena por las calles de Sevilla una marcha de Manuel Marvizón, un genio menudo y prudente que lleva dentro un artista de otra época, de otro estilo, de aquel gusto por las cosas buenas que perdimos creyéndonos modernos.
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