Alfonso Ussía

Los de blanco

Nos movíamos con las estridencias, siempre inteligentes, de Javier Arzallus. La diferencia entre Arzallus y Mas se establece en la soltura intelectual del primero, cínico asombroso, plurilingüe, perverso, dominador de la escena y alejado rotundamente de la cursilería. Arzallus era un nacionalista aparentemente enfadado y Mas un cursi de bolera dominical. Arzallus, malvada síntesis jesuítica, un homilíaco eficaz y rotundo, sabedor que sus palabras, aunque no correspondieran con sus ideas, llegaban al corazón de muchísimos tontos, a los que despreciaba. Mas es un dependiente de tienda en trance de crisis. El otro era maligno; éste es un tonto con balcones a la calle. O a la plaza de San Jaime, donde se ubica el Palacio, sede de la Generalidad. Javier Arzallus, que tantísmo daño hizo, se dedica hoy a la recolección de productos huertanos en su caserío, en tanto que el bobo de la corbata a rayas, se ha metido en un tinglado de muy complicada superación digna.

Arzallus era partidario de la ETA, pero jamás insultó al resto de España. Como buen jesuita calculaba a la perfección las palabras y los mensajes. Este memo es un faltón desde que Pujol lo designó como su sucesor preferido. También Pujol era más inteligente, y se sabía amparado en sus corrupciones por el Estado, ese mal administrador de España. No me canso de escribir que España es nuestra Patria, nuestro amor y nuestra Historia, en tanto que el Estado es un cabrón sin alma.

Cuando Arzallus dijo aquello de que unos –la ETA–, movían las ramas y otros –el nacionalismo del PNV–, recogía los frutos caídos, le escribimos de todo. Permítanme una salvedad. Arzallus visitaba con frecuencia al Rey, como leal servidor del Señor de Vizcaya. Una tarde el Rey le hizo esperar y Sabino Fernández Campo, el Jefe de su Casa, con inmerecida cordialidad le acompañó en la espera. Sabino sabía perfectamente que el Rey estaba demorando la audiencia a su antojo, y Arzallus, listo y nada paleto, lo asumió. Fue cuando le dijo a Sabino aquello tan terrible: «Sabino, el PNV ha escogido el camino del Estatuto, pero me temo que nos hemos equivocado. Tendríamos que haber optado a la fuerza de las armas». Aprovechando una excusa, el general Fernández Campo le informó al Rey. Y el Rey adoptó una decisión que en nada amparaba a la duda. «Sabino, discúlpame. A éste lo va a recibir su tía». Y como no había tía, Arzallus se marchó sin ser recibido.

Con motivo de aquella declaración, Jaime Campmany escribió en ABC una de sus formidables columnas. Y le decía a Arzallus que un presidente de un partido como el PNV que reconocía que la ETA movía el árbol –los asesinatos–, para que el nacionalismo vasco recogiera sus frutos caídos merecía que le mandaran a los guardias. Pero al término de su texto, prodigiosamente escrito, Jaime Campmany se abría a la misericordia, al perdón, a la tolerancia. Y terminaba su crítica sustituyendo a los guardias por loqueros uniformados de blanco impoluto, con camisas de fuerza para controlar al intocable don Javier.

Y algo me recuerda y me anima. Esos gestos de chimpancé orgulloso de Mas, esa mirada al cielo, esa interpretación de lo heroico cuando el guión es meramente ridículo, no me- rece la actuación de los guardias, sino de los loqueros. Con o sin camisa de fuerza, Mas está a un paso de la clínica psiquiátrica. Es el Sallieri del separatismo, el pobre envidioso trágico, el portavoz en los corredores de su tragedia.

Pobre hombre.