Estados Unidos
Los espías y el circo
Principiamos a entender cómo operó la ganzúa rusa en los arcones del partido demócrata. Un agente del FBI llamó para advertirles de que tenían a los cacos en casa. El técnico que descolgó el teléfono, contratado a tiempo parcial, peinó Google a ver quién coño eran los «Duques» (argot con el que los barandas del contraespionaje habían bautizado a los buitres ex KGB que husmeaban sus letrinas). No encontró mucho y, encima, creyó que el fulano del FBI era un pringado y el cuento del espionaje una inocentada. Meses después, John Podesta, director de campaña de Hillary Clinton, recibió un correo sospechoso. ¿Lo abro o no lo abro? Optó por reenviarlo a sus asesores. Alguien, disléxico o pedo, le respondió que era «legítimo». Quiso decir «ilegítimo», pero qué importa. Errores así explican la caída de varios imperios. Podesta, más tranquilo, abrió el dichoso email, con lo que el enemigo comenzó a pescar entre los más de 60.000 correos que había enviado en diez años. La historia de este Watergate 2.0 la cuenta «The New York Times» en un estremecedor reportaje. Más que la pericia o la sofisticación, lejos de la estética 007 a la que nos acostumbró el cine, sorprenden los golpes de suerte, las desatenciones, las chapuzas inimaginables que condujeron a la mayor quiebra del sistema estadounidense en décadas. Sin disparar una bala ni moverse de Moscú o pagar a soplones, los rusos dinamitaron el proceso electoral e influyeron en los resultados. Nunca sabremos cuánto, pero la CIA considera que el sistema ya había sido ensayado en Ucrania y que, una vez metidos en faena, a la vista de lo fácil que era, favorecieron al candidato prorruso, Trump. Con sus revelaciones azotaron las nalgas de una Hillary que a esas alturas ya no sabía ni por dónde le caían los palos.
Entre los grandes logros de los rusos se cuenta la dimisión del Comité Electoral Demócrata, cazado con los pantalones en los tobillos mientras sus ejecutivos chuleaban a Bernie Sanders, así como una lluvia interminable de chismes, cotilleos, traiciones, escándalos y eructos que a diario aparecían en los titulares de esa cloaca bautizada como Wikileaks. Para esto, al fin, nació el periodismo ciudadano y las plataformas ajenas a los grandes periódicos. Para operar como correas de transmisión del espionaje y volcar en crudo cualquier chismorreo sin establecer aduanas ni tomarse el trabajo de leerlo antes de publicarlo. Un trabajo amateur, entre la inconsciencia y la piromanía, que tiene de periodismo lo que Hillary de candidata ideal o Trump de gentleman.
Que algunos republicanos, encabezados por Lindsey Graham y John McCain, apoyen la creación de una comisión de investigación, demuestra que no todo está perdido. «Está claro que los rusos interfirieron», ha dicho McCain, «no podemos convertir esto en una discusión partidista. Es demasiado importante». Todavía no ha jurado el cargo y la presidencia de Trump ya parece un circo. ¿Qué dicen ahora los que cacareaban que el sistema es tan fuerte que actuaría como contrapeso? Y luego hay quien calumnia a los políticos profesionales.
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