Restringido

Los muertos vivientes

Los que salen de la cárcel son terroristas, parece que satisfechos de sus vidas. Con el deber cumplido. Es una pura máscara: quien pasa treinta años entre rejas sale hecho una piltrafa humana. ¿O es que nos vamos a creer ahora su superioridad racial? El filósofo Vladimir Jankélevich dejó pasar treinta años desde que el régimen de Vichy le quitó la nacionalidad francesa por su condición de judío hasta que escribió «Lo que no puede prescribir», ensayo en el que sostuvo que el genocidio nazi no merecía el perdón: había sido un crimen seminal en la historia del siglo XX. ETA lo ha sido para nosotros. Los nazis condenados u ocultos como ciudadanos reciclados nunca pidieron perdón a sus víctimas, ni existe un solo caso de arrepentimiento público. Uno, tal vez se aproxime al remordimiento, pero, ¿a cambio de qué? ¿Cómo es posible que Albert Speer, habiendo sido una de las personas más cercanas a Hitler, incluso, más que colaborador, amigo, consejero en temas de arquitectura y arte y responsable de la política armamentística del Reich, saliera vivo de aquel gran hundimiento? Se salvó de la horca y dijo defenderse sólo por «motivos deportivos». Era inteligente y sabía que lo tenía todo perdido. Ésta fue la condena que le acompañó de por vida: «Jamás se me borrará de la mente un documento que mostraba a una familia judía caminando hacia la muerte: un hombre estaba a punto de morir con su mujer y sus hijos. Aún hoy tengo esta imagen ante los ojos», escribió en 1969, después de pasar veinte años encerrado en Spandau. Cuando el historiador Joachin Fest lo visitó, anotó: «Desconcierta la frialdad mecánica en todo lo que dice sobre el pasado». Su falta de gratitud por no haber acabado en la horca sólo tiene una explicación para Fest: «No quería tanto salvar su vida como, simplemente, no perder». ETA ha perdido, sus terroristas salen de la cárcel con una mueca de alegría y dirán que ha valido la pena, pero están muertos.