Cristina López Schlichting

Los pies cortados

En verano se degustan en el corazón los posos de los episodios del curso, como si un vino lento se decantase en la penumbra. Y no se saborean con más placer episodios de fama, ni de éxito, sino asuntos que te han hecho feliz. Se me ha venido a la mente la visita a las excavaciones vaticanas, con motivo de las canonizaciones de los papas en Roma. Fue, una vez más, por cortesía de esa gran maestra del periodismo y magnífica anfitriona que es Paloma Gómez Borrero. Debajo de San Pedro hay dos basílicas, superpuestas como capas de una tarta de siglos, porque una y otra vez se ha construido sobre el mismo punto. Pedro murió crucificado en el circo de Calígula, extramuros de Roma, en un terreno que hoy cae dentro de la Ciudad del Vaticano, y el cadáver fue sepultado en el cementerio cercano. El emperador Constantino expropió el camposanto y construyó el altar mayor de su templo exactamente sobre la tumba. Hoy es posible descender a ese nivel y alzar la vista, de modo que –a través de un lucernario cenital– se ve concretamente la linterna de la cúpula de Miguel Ángel. Es decir, una plomada suspendida desde la Cruz del Vaticano caería sobre el enterramiento de Pedro. Siglos y siglos de mármol y mampostería sin un centímetro de desplazamiento del lugar de la memoria sagrada. Bajo los cimientos del Vaticano han sido excavados el cementerio pagano, los panteones perfectamente coloreados, los murales de gusto egipcio y clásico, las urnas cinerarias y los sarcófagos. Cerca del apóstol menudean los enterramientos cristianos, como si desde el principio la gente hubiese anhelado reposar junto al amigo de Jesús. Existen dudas sobre los restos del cadáver, pero los que se conservan –y el Papa saca en una caja de hierro– son de un varón mayor, de la época del pescador y sin piernas, como era Pedro. A los ajusticiados boca abajo, los operarios les cortaban los miembros inferiores, para evitarse desclavarlos. Tuve la suerte de poder rezar en ese lugar sobrecogedor con una amigo de Bergoglio, un cardenal argentino que nos animó a recitar «el padrenuestro, que Pedro aprendió directamente de Jesús ...». No hay mayor consuelo para un pecador que recordar ese episodio en la Vía Apia en el que el primer papa –que huía de la ciudad por la persecución de Nerón– se topa con Jesús: «Quo Vadis?». El pobre marino había mentido y traicionado a su amigo en la pasión y ahora se marchaba de nuevo con el rabo entre las piernas... Pero bajó la cabeza y regresó a Roma para morir, obedeciendo al fin, por amor.