Joaquín Marco

Los profesionales que se van

Nuestras universidades no ocupan los mejores puestos del ranking internacional, pero ello no significa que no salgan o hayan salido de sus aulas algunos excelentes profesionales. Quienes están finalizando sus estudios o poseen ya la experiencia que les situaría en un ámbito productivo, si disponen de un aceptable conocimiento de otro idioma, están mandando sus currículos a otros países europeos, a América e incluso a Asia. España –y ciertas regiones en particular– fueron secularmente emigrantes. Buscaban por lo general en América, no siempre con suerte, oportunidades que aquí se les negaban. Salvo los intelectuales republicanos, que forjaron instituciones académicas y culturales, desde Argentina a México y EE.UU., la mayor parte de la emigración durante la postguerra no disponía de formación. Cuando los Pepes emigraban a Alemania eran mano de obra barata, sin estudios. Los jóvenes que están pensando hoy en abandonar el país han sido preparados con nuestros impuestos en centros superiores. Algunos de ellos han dispuesto de becas de postgrado, han formado parte de equipos de investigación o han trabajado en empresas privadas, hoy en bancarrota, donde se forjaron una valiosa experiencia laboral. La emigración ya tampoco se reduce a los que apenas superan los treinta. No es extraño, por ejemplo, lo que oí hace pocos días por una emisora: la desesperada situación de una pareja formada por una periodista y un arquitecto con hijos pequeños. Ambos, en poco tiempo, se han quedado sin trabajo. ¿Qué hacer? Una posible salida consiste en emigrar y, dada la evolución de la crisis, no por poco tiempo. En el mejor de los casos, con conocimiento de un idioma adecuado, podrían adaptarse a otra sociedad.

Pero la emigración produce graves trastornos personales y familiares. No es fácil adecuarse a otras formas de vida, perder la red de amigos, convertirse, en alguna localidad desconocida, en un extranjero. Desde la perspectiva general, esta progresiva emigración callada de profesionales constituye una pérdida esencial para la recuperación del país cuando logre salir del túnel. Los esfuerzos de todo orden, también económicos, que se han realizado respecto a sus estudios y formación los regalamos a otros países que reciben un personal bien preparado a un coste nulo. Por otro lado, acostumbran a emigrar los mejores. Uno se pregunta qué van a hacer, por ejemplo, los cincuenta y cinco mil empleados de los bancos y cajas, cuyo tamaño va a reducirse hasta alcanzar los niveles de los años ochenta o setenta. El cierre de oficinas es ya perceptible. Las operaciones en las que sobreviven son más lentas, hay menos personal al servicio del cliente, aunque pueda resultar lógica y hasta imprescindible tal operación. Pero, ¿cómo van a reinsertarse, en qué sectores productivos quienes proceden de un sector, poco tiempo antes, tan cuidado? La mayor parte, preparada, restará inoperante, difícil de reciclar. Quienes logren salir al extranjero, al menos, gozarán de un sueldo y un cierto estatus. Los más de seis millones cien mil parados, según fuentes europeas, responden a diversas situaciones personales, pero constituyen nuestro mayor drama colectivo. Un millón seiscientos mil parados hasta fines de 2011 lo son ya de larga duración y la crisis, sumada a la recesión, destruye más de 2.000 empleos al día. Tan solo cotizan menos de dos trabajadores a la Seguridad Social por cada jubilado. De aquella campaña de recuperación, se dijo, de cerebros, hemos pasado a la crítica situación actual. Somos el segundo país, tras China, con mayor extensión de líneas de AVE. Nos sobran aeropuertos. No hemos reducido aún la Administración al tamaño adecuado. No disponemos de un sector productivo capaz de sustituir al finiquitado ladrillo. Ya estamos, además, desangrándonos con la emigración de élites que podrían apoyar el resurgimiento de nuestra economía. Es utópico creer que parte de esta juventud que se nos va regresará algún día, con más conocimientos y experiencias enriquecedoras, porque no emigran por poco tiempo, con una beca, o pasan a integrar por un tiempo un determinado equipo profesional. No es para esto que los reclaman en Canadá o en Alemania. Los vínculos sentimentales con el país de origen se mantienen o acaban desapareciendo cuando se superan ciertas edades. No sabemos cómo frenar este flujo negativo, del mismo modo que no hemos descubierto la fórmula mágica para crear empleo, favorecer la pequeña industria hasta hacerla crecer e incrementar los puestos de trabajo. Ajustamos, recortamos, decrecemos. Nuestra recesión tiende a convertirse en endémica, Los economistas europeos están llenos de dudas. Alemania juega tan sólo al recorte. Los jóvenes se van no sólo por su presente –lo que constituye ya un problema–, sino por su nula esperanza de futuro. Es, en este sentido, donde habría que buscar alternativas. La clase media, clave de un país desarrollado, favorece la creación del trabajo de nivel medio y alto. Ya no podemos regresar atrás y retornar a la sociedad rural que fuimos. Hay que pensar en fórmulas que nos permitan retener entre nosotros a este río que huye. Se han cometido excesos, pero no podemos perder una juventud bien cualificada, aunque sea a costa de reducir inútiles oropeles. No puede ser casual que nuestro fútbol sea el mejor del mundo cuando permitimos que tantos profesionales se vean obligados a abandonar el país sin recibir apoyo alguno.