Luis del Val

Los santos inocentes

«Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma...». Recuerdo los terribles versos de César Vallejo, después de que ese heraldo negro vomitara su destrucción y se llevara el proyecto de veinte vidas que todavía no sabían lo que era la vida, ni lo llegarán a saber nunca, porque vino temprana la muerte en las manos de un verdugo. Observo la mirada de ese niño que intenta taparse los ojos y no puede, porque el horror tiene la oscura seducción de lo prohibido, y el gesto de esa niña que baja la cabeza ante la humillación de la maldad, y no me extraña que a Obama se le saltaran las lágrimas, porque yo mismo siento agujas bajo los párpados, y un insoportable deseo de venganza inútil. Esa sangre ferozmente derramada no es la de unos desconocidos, porque conozco a ése niño y a ésa niña, porque son mis hijos, ayer, en la edad de canciones y guardería; son mis nietos, ahora mismo; son la esperanza truncada de esos padres que se quedan de centinelas del dolor, cuando pensaban que envejecerían al mismo compás en que ellos se iban a convertir en jóvenes de la ilusión, soldados de ansias y anhelos. Es la hora de los consuelos infecundos, y los bálsamos inservibles, porque no hay alivio después de que la atrocidad haya pasado por encima con la eficacia de una máquina de tren y la ferocidad de un monstruo hambriento. Y es también momento de pensar que los niños no pueden disponer de guardaespaldas, ni las guarderías protegerse con servicios de seguridad.

Dice el poeta que «esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema». Pues tenemos la obligación de tomar iniciativas, a no ser que por respetar la tradición y la costumbre de la venta libre de armas, se acepte la inmolación sacrificada y periódica de un puñado de santos inocentes.