José María Marco
Los socialistas ante la revolución
En el socialismo europeo hay una fecha reciente que ha pasado a la historia. Es el 10 de mayo de 2010, cuando Rodríguez Zapatero acabó con su política expansiva, bajo la presión de una situación financiera insostenible y unos dirigentes internacionales que veían en la quiebra de España la quiebra del sistema financiero internacional. La decisión marcaría un antes y un después en los partidos socialdemócratas europeos, con algunas particularidades, eso sí.
El socialismo europeo avanzó hacia la socialdemocracia sin marxismo en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Acabado el conflicto y la postguerra, empezaron muchos años de crecimiento y prosperidad, en los que parecían renovados para siempre algunos grandes consensos básicos acerca de la familia, la naturaleza del trabajo, el hecho nacional. Con distintos matices, los socialdemócratas y los socialcristianos formularon los programas políticos de la época, un consenso pulverizado por la crisis económica y la revolución moral de los setenta. Nada volvería a ser igual. La recuperación del liberalismo a partir de ahí llevaría a la crisis final del socialismo real y con él a un replanteamiento de las políticas socialdemócratas en países como Gran Bretaña, Suecia y, más tarde, ya a principios del siglo XXI, Alemania. Las bases económicas y políticas (o morales) de la socialdemocracia habían quebrado y los partidos socialdemócratas y laboristas de esos países plantearon nuevas fórmulas que salvaran lo esencial del llamado Estado del Bienestar reduciendo la presión fiscal y el intervencionismo. La socialdemocracia se reinventó.
No en todas partes ocurrió lo mismo. En 1982, los socialistas franceses tuvieron que dar un paso atrás, parecido al que dio Rodríguez Zapatero más tarde, pero siguieron cultivando la entusiasta adhesión al estatismo propia de la tradición política francesa. En España, el centro izquierda artificial de Felipe González se derrumbó con su agónica salida del poder y pasó a la historia con Rodríguez Zapatero. Éste devolvería su lustre izquierdista al socialismo español y lo sublimaría además con las galas de la postmodernidad y las políticas identitarias.
Luego llegó la crisis de 2008, que ha abierto una nueva revolución política y cultural que culmina de forma imprevista la de los años 70: se acabaron los servicios universales garantizados por los gobiernos, se acabaron las certidumbres de por vida, se acabaron las redes de seguridad a cargo de unos contribuyentes asfixiados. En otras palabras, así como en 1989 se acabó el socialismo de los pobres, en 2008 se acabó el socialismo de los ricos. Desde entonces, y más precisamente desde aquel 10 de mayo de 2010, la socialdemocracia europea se debate en un terreno estrecho acotado por tres elementos. El primero es la imposibilidad de incumplir las políticas de austeridad y consolidación fiscal, en particular dentro de la zona euro: podrá haber matices, pero no hay margen para las alegres políticas expansivas. El segundo es el oportunismo –comprensible- que lleva a los socialistas a reivindicar políticas alternativas sin articularlas nunca. El tercero, que intenta paliar la escasa credibilidad de las propuestas antiausteridad, se centra en las políticas identitarias y de cambio cultural, que tienen un recorrido limitado.
La evolución de los partidos conservadores ha sido distinta y ha permitido en algunos países del sur de Europa –por ejemplo en el nuestro- poner en marcha políticas reformistas. En cambio, bastantes socialistas de estos países siguen sin asimilar el significado y las consecuencias de la crisis. En contra de lo que piensan, es posible que asumir la realidad y proponer acuerdos realistas, desde su propia perspectiva, les llevaría a ganar puntos ante un electorado que valora el realismo y la voluntad de diálogo.
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