Alfonso Ussía

Los sorayos y la belleza

La Razón
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Recuerdo la escena, pero no el título de la película. Ella se despedía de los dos y se alejaba por la Quinta Avenida de Nueva York. Ellos, alelados, seguían sus movimientos con patidifuso frenesí. Y al fin, sin prudencias ni cautelas, el más alto de ellos comentó: «Camina en belleza». Como el doblaje era portorriqueño, el impacto fue mayor: «Camina en “bellesa”».

Caminar en belleza, amar en belleza, hablar en belleza, correr en belleza. Algo de eso ha impuesto Soraya Sáenz de Santamaría a sus allegados y protegidos. Pero ninguno ha sabido captar la orden de la poderosa mujer como José María Lasalle, el insuperable Secretario de Estado de Cultura, cuya palabra fluida tanto impactó en la simpar tejedora de las telarañas del CNI. Lasalle es un hombre joven y vigoroso, montañés de origen, crecido frente al mar y la montaña. Me atrevería, si fuera valiente, a engarzarle una rima en un terceto. Bueno, me atrevo: «José María Lasalle/ es la montaña y la mar/ el prado, el bosque y el valle».

Lasalle, con anterioridad a tomar posesión cada mañana de su cultural despacho, corre. Corre mucho, más de diez kilómetros. Y en el periódico de su jefa, ha explicado lo que siente cuando practica el «running», que ayer fue «jogging», que anteayer, «footing», y que trasanteayer se decía, simplemente, «correr», a pesar de las confusiones que se daban en los hogares temerosos del Sexto Mandamiento. «Bueno, Papá, ahora vuelvo que me voy a correr»; «de acuerdo hija, pero esa no es manera de decir las cosas».

Lasalle se explica infinitamente mejor, que por algo es secretario de Estado de Cultura. Cuando un personaje de Pearl S. Buck –Evelyn–, le confiesa a su prometido Frank que «sería capaz de subir hasta los cielos para besar al arcoiris y comparar sus besos con los tuyos», se queda corta comparada con la belleza de las descripciones de Lasalle. El Secretario de Estado de Cultura se levanta muy de mañana. Y acude a la Casa de Campo a correr sus diez kilómetros entre los reales pinares, las vetustas encinas y el pasmo de las ardillas. Y lo sintetiza de esta guisa: «Entrar en la Casa de Campo todavía de noche, y encontrarse allí con el amanecer, es toda una experiencia estética e íntima. El sol, tan bajo, alfombraba mis pasos, y en medio del silencio, yo me escuchaba a mí mismo; oía mis pulsaciones, la progresión del sudor, sentía que mi cuerpo y mi mente se sintonizaban plenamente. Hay algo místico en esas emociones. He acabado de correr con la sensación de que ya había hecho el día».

Por lógica se deduce que si Lasalle acude a su despacho inmediatamente después de hacer el día en la Casa de Campo, se duchará en el Ministerio de Cultura, por aquello de oírse «la progresión del sudor». Y me permito elogiar su capacidad de abstracción. Concentrarse de tal forma, tan profundamente, como para hallar «algo místico» en un escenario tan colonizado por la prostitución rodante, es algo que merece la celebración de un homenaje nacional, con o sin discursos, pero sin que falte la placa conmemorativa.

Quizá resulte excesiva la exhibición de su sensibilidad, pero siempre mejor el exceso culto que el defecto grosero. Se prestó un presidente autonómico durante la Santa Transición a ser entrevistado en una emisora de radio de su comunidad. Más que una entrevista, una charla desenfadada y sin cortapisas. El locutor le sorprendió con una pregunta de Historia. –¿Qué opina de Carlos I y Felipe II?–; y el presidente autonómico exclamó después de autocuestionarse: –«¿Carlos I y Felipe II? ¡Joé, qué tíos, la madre que los parió!–».

Si este berzotas se hubiera visto obligado a resumir sus sentimientos después de hacer «running» en la Casa de Campo, lo habría resuelto sin belleza ni medida. No acostumbro a elogiar a los políticos, y aún menos, a agradecerles su trabajo, por estar obligados a ello. Pero hago una excepción con el «sorayo» de Cultura. Ahora entiendo su nombramiento.