Ángela Vallvey
Los tóxicos
Hay un buen número de países –más aún: de mandatarios– que podríamos denominar «tóxicos». Un país tóxico es para mí el que está acostumbrado a la violencia, la tolera y la fomenta desde el poder. Despliega sin complejos toda la fuerza brutal del gobierno y la deja sentir en las calles mediante ríos de sangre, con la naturalidad de quien promulga el derecho a la educación universal y gratuita. Un país tóxico es el que convive alegremente con el terror amoral y genocida, la tortura consuetudinaria, la guerrilla fanática, el asesinato, la opresión, el miedo cerval incrustado en la piel de los inocentes como si fuera una capa más de roña y unos índices de criminalidad propios de una novela sobre distopías totalitarias. Un país tóxico colectiviza la violencia y promueve su expansión en todas las capas de la sociedad. Abandona la educación y la sustituye por el carnívoro cuchillo del darwinismo posindustrial, la incivilidad y la bajeza oficial. Un país tóxico hace de la violencia un apostolado cuyo objetivo es la expansión de los conflictos. Permite al poder perpetuarse bajo la bandera de un utopismo abstracto y sanguinario que, con la excusa de la revolución, sólo es capaz de reglamentar la muerte. Materializa la pesadilla de una clara desintegración social mediante reformismos siniestros, atrincherados en la lucha sin cuartel contra toda diferenciación (la familia, la libertad individual, la propiedad, la seguridad...).
Venezuela es uno de esos países tóxicos en los que el proyecto dirigista de sus líderes hacia esa «ninguna parte» que es –nunca mejor dicho– la utopía «bolivariana» está exterminando de manera espantosa y eficaz a la población, que genera continuamente anticuerpos contra cualquier sensibilidad hacia el crimen. Resulta penoso ver a Venezuela –país rico y hermoso como pocos– desangrarse y mermar sin que a nadie parezca importarle.
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