Alfonso Ussía
¡M... El último!
Me consta que hoy no es políticamente correcto y muy cercano al delito. Me refiero al grito colegial de mi infancia. Cuando finalizaba el recreo y se oía la campana que anunciaba el retorno a la clase, siempre había uno que gritaba: ¡«Maricón el último!», y todos corríamos como guepardos, alocadamente, con estrépito. Algo de eso está sucediendo en el separatismo catalán, si bien en este caso, el grito adecuado es el de «¡No corráis, que es peor!». Cuando se aplican las leyes, los fanfarrones reculan. Ahora, los «jordis» de Guardiola, reconocen la ilegalidad del refrendo del 1 de octubre y se comprometen ante el Tribunal Supremo a no volver por la senda de la unilateralidad. El voluminoso Forn, consejero del Interior del Gobierno golpista, se ha sacudido las responsabilidades y acusado a Trapero, el jefe de sus Mozos de Escuadra. Por otra parte, ha manifestado ante Su Señoría que de aprobarse en el Parlamento de Cataluña la persistencia del proceso independentista, abandonará su escaño. Junqueras es el único, que obligado por las circunstancias, intenta mantener una cierta dignidad en la cárcel, si bien está a punto de soltar el alarido «¡No corráis que es peor!» al término de la Santa Misa dominical. Mas está imputado e igualmente un sector de sus consejeros. Puigdemont con los mejillones y convenciendo a la llorona Rovira de las bondades de la traición. Y como siempre, el único independentista que se salva, el que inició la traición y el golpe, el que robó a los catalanes y al resto de los españoles, el que formó durante su mandato al frente de la Generalidad de Cataluña una banda familiar de codicia insaciable, es Pujol. A Pujol se le tiene mucho miedo, y sospecho los motivos del terror que inspira, preferentemente en Madrid.
Pero el espectáculo ha dejado de ser bochornoso y se ha convertido en ridículo. La ausencia de épica y de ética en el independentismo catalán supera con creces la huida por las alcantarillas barcelonesas de 1934 cuando apareció de improviso el general Batet. Se odian los unos a los otros. Se traicionan. Se estercolan y abandonan el concepto supremo de la lealtad. El responsable de Interior se sacude sus culpas y se las reenvía a Trapero, que era un subordinado. Los «jordis» de Guardiola, creadores de violencia y manipuladores de mentiras y calumnias, se acogen a la Constitución, el 155 y no solicitan su ingreso en Los Regulares de Melilla porque ignoran que existe Melilla. Llach sigue con el condón en la cabeza, tonto perdido. La falta de firmeza asumiendo culpas y errores ha convertido a la Estrellada en una grimpolilla con acusados síntomas de gastroenteritis. Y el forajido, el golfo, el gorrón y malversador, en Bélgica comiendo mejillones, como ha dicho Inés Arrimadas, la vencedora de las últimas elecciones autonómicas.
Los de Podemos también están sometidos al miedo. Si apoyan a los independentistas, caerán aún más en el resto de España. Si no lo hacen, se lanzarán a sus yugulares sus socios naturales de la CUP y el sector más violento de la izquierda radical. De ahí la depresión por la que atraviesa el eximio Iglesias Turrión, al que ya no respeta ni su general de bolsillo.
La estética de la cobardía, el acuclillamiento y la deslealtad. La estética del odio, que ya no aturde al resto de los catalanes y españoles, sino a ellos mismos. Tan sólo Pujol, en su casa, y Puigdemont con los mejillones en Bélgica, están a salvo provisionalmente de la ira ciudadana. En las redes sociales, la exaltación de la patria inventada ha dado paso a la decepción y el desconcierto de los que se creyeron la fábula. Ya saben lo que significan las leyes en un Estado de Derecho. Y se han aplicado en su versión más suave.
Cuando las cosas van mal, los valientes se unen y los cobardes se dispersan. No existe la épica para ellos. Sólo falta que surja la voz del gracioso y grite como en el colegio, «¡Maricón el último!». El espectáculo sería grandioso.
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