Alfonso Ussía

Más que depresivo

Unos más que otros, todos hemos experimentado, con razón o sin ella, los síntomas de la depresión. Puedo ser excesivamente insultado, pero tengo para mí que una de las fórmulas más positivas para superar una depresión es la de aguardar con paciencia el paso de la melancolía y no acudir inmediatamente al psiquiatra. Es muy americano. Ha muerto el papagayo, el hogar está en silencio, la tristeza abruma y se visita al psiquiatra, cuando en realidad, si tan necesario para recuperar la alegría del hogar es un papagayo, en lugar de visitar al psiquiatra hay que hacerlo a una tienda de papagayos y adquirir a nada módico precio el lórido sustituto. He tenido depresiones por problemas que parecían insalvables, y al final, o todo se arregla o se estropea definitivamente, y en ambas situaciones la depresión desaparece. Y siento infinito respeto por quienes padecen una depresión crónica, un desajuste permanente en el ánimo, un horizonte negro de túnel interminable que menoscaba día tras día sus resistencias.

Pero los que sufren una depresión más o menos aguda y creciente, saben que son víctimas de ellos mismos. No me divierte frivolizar en asunto tan terrible. Pero quiero recordar que he querido, vivido y sentido la vida al lado de algunas personas propensas a la depresión que han combatido contra ella y se han comportado siempre con cariño, respeto y gratitud hacia los que les han acompañado. Y he vivido casos terribles, puntuales, que han llevado a personas cercanas al límite de la desesperación. Algunas sucumbieron y otras se levantaron, porque nadie es capaz de valorar la hondura de la tristeza y la desesperanza en la mente y los sentimientos de un ser humano.

Lo que no he conocido es a sufrientes de una depresión que saltan del deprimido al asesino. Esa falta de esperanza en la vida y el futuro que ha llevado al piloto alemán Andreas Lubitz a engañar a su empresa, preparar fríamente su venganza contra la existencia y compartir con perversidad gélida su decisión final con otras ciento cuarenta y nueve personas. Es cierto que Lubitz era depresivo. Pero más cierto que era un canalla y un asesino.

Disculpar a Lubitz con la excusa de su depresión es tan necio como justificar a los terroristas de los aviones que impactaron contra la Torres Gemelas de Nueva York llevados de su euforia y su fanática interpretación del Islam. Eran unos asesinos, unos hijoputas no con balcones a la calle, sino con terrazas a la alameda. Tan insensibles e inhumanos los unos como el otro. Lubitz, en el aeropuerto de Barcelona, vio a los pasajeros que embarcaban en su avión preparado para el exterminio. Leyó la relación de pasajeros. Quizá oyó el llanto de un niño. Sabía que aquellas personas encomendadas a su capacidad profesional no tenían culpa alguna de sus vaivenes emocionales, de sus fracasos vitales y de que su novia se hubiera marchado con otro, o simplemente, preferido vivir su vida alejada de sus obsesiones. Lubitz conversó y bromeó con el comandante de la nave y con los auxiliares de vuelo, mostrándose, quizá, más abierto y divertido que en otras ocasiones. Y lo tenía todo perfectamente programado, preparado para no fallar. No encuentro en su actitud ni un resquicio para sentir misericordia por semejante cabrón con pintas.

Cuando el «Air-Bus» alzó su morro y despegó de Barcelona, Lubitz sabía su destino, el de la muerte adelantada, pero también el fin de las ciento cuarenta y nueve vidas que le acompañaban. Lubitz no era sólo un enfermo que, inteligentemente, había ocultado su estado anímico a los dirigentes de su compañía aérea. Lubitz era un criminal, además de un consumado cobarde. Ni los gritos ni el terror de los pasajeros le hicieron cambiar su decisión. Ni los golpes desesperados del comandante, que intentó en vano tirar abajo la puerta de la cabina con un hacha que nada pudo hacer contra la tecnología. Lubitz se sintió desamado por su amor, y no pensó en los amores de quienes viajaban en el avión de la muerte, en el avión de su crimen. Un perfecto miserable, un asesino brutal.

Ahora comienzan a saberse acciones y opiniones de Lubitz. Y se ha demostrado que el «test» psicológico que deben superar los futuros pilotos es tan estúpido como el cuestionario que hay que rellenar en el primer viaje a EE UU: «¿Tiene usted intención de atentar contra el presidente de EE UU?». El bromista que haya respondido «sí», ha sido devuelto a su lugar de destino nada más pisar el aeropuerto. Para mí, que a un enfermo de depresión se le nota su estado. Sólo la frialdad criminal de un deprimido inteligente puede simularlo. Es decir, que nada de penitas, lágrimas y comprensión buenista. Las lágrimas, las tristezas y la comprensión por sus víctimas. Lubitz era, simplemente, un monstruo disfrazado de piloto.