Antonio Cañizares

Memoria de un cardenal

La semana pasada se cumplieron nueve años de la muerte del cardenal Marcelo González Martín, gran arzobispo primado de Toledo. Para que las raíces cristianas recobren el vigor pleno de los orígenes que tuvieron en las tierras hispanas su gran arraigo, y para recuperar la valentía de una fe vivida, y de ahí sacar fuerza renovada capaz de hacer siempre creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo, en un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, y exigiendo el justo respeto a las propias, D. Marcelo, pastor bueno y trabajador incansable del Evangelio de Jesucristo, se entregó por completo a predicar la Palabra de Dios con asiduidad, celo, y valentía, con claridad y vigor intelectual, con rigor de pensamiento y razón bien fundada. En D. Marcelo pudimos apreciar ese talante de los evangelizadores de los primeros momentos, o de los apologetas de los primeros siglos, o de aquellos evangelizadores que, rumbo al Nuevo Mundo, salieron de España a la heroica aventura de sembrar las semillas del Reino y colaborar en la edificación de una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad siempre nueva del Evangelio. En ellos, como en D. Marcelo, no había dudas, ni acomodaciones, sino certidumbres de fe, para asentar la sociedad y la vida de los hombres sobre sólidos y duraderos cimientos.

El cardenal González Martín, con una libertad que sólo puede brotar de la fidelidad insobornable al Evangelio de Jesucristo y a la Palabra de Dios que no puede estar encadenada, no rehuyó en su predicación las aristas crucificadoras de la vida cristiana, ni cedió a la fácil tentación de eliminar o reducir lo duro, para halagar al oyente. Supo poner dulzura de comprensión en sus palabras, pero sin traicionar las exigencias de un mensaje que sólo trasmitiéndolo fielmente se mostrará en toda su realidad de la Verdad que nos hace libres. Así, no ocultó la luz bajo el celemín, sino que la colocó sobre el candelero, a la vista de todos los de casa y de los que entran en ella. Centinela en la noche, estuvo siempre en vela para alertar de lo que llega como amenaza para defenderse, o como gracia salvadora para abrirse a ella. Así, como pocos, mostró una alertada sensibilidad ante los retos que el mundo plantea hoy a cuantos creemos en el Señor. Sus palabras, alertas suyos del pasado, pronósticos de futuro de hace muchos años, se convirtieron después en diagnósticos certeros del presente.

Su gran pasión fue la Iglesia, servidora de los hombres. Siempre he admirado y agradecido su gran amor y su inquebrantable fidelidad a la Iglesia, «un amor, como se ha dicho, costoso, que no cede a las tentaciones de la moda, ni se escapa en silencios reñidos con la misión de centinelas y profetas». Apasionado por la Verdad y fiel a ella, proclamó fielmente la Palabra divina, sin vacilaciones ni temores, con vibración firme y serena, en sensibilidad ante los signos de los tiempos o los desafíos de presente y futuro retos que el mundo plantea, poniendo a su disposición la belleza de una palabra castellana que, pocos como él la trasmitían con más donaire y riqueza.

La vida, el pensamiento y la obra del cardenal Marcelo González, trasparentadas de modo singular en su palabra, oral o escrita –como él mismo diría de la obra y vida de la santa Andariega de Castilla, Teresa de Jesús, tan querida y admirada por él–, tiene todas las condiciones de un mensaje deliciosamente humano y divino. Es una fuerte llamada al descubrimiento de nuestra intimidad, de nuestra riqueza. Esta actitud, por esencia, por naturaleza, exige comunicación, la entrega de todos los bienes a los hermanos: «Pide, en palabras de la Santa abulense, hacer grandes obras en servicio de Nuestro Señor y del prójimo y por esto huelga de perder aquel deleite y contento, que aunque es vida más activa que contemplativa cuando el alma está en este estado, siempre están casi juntas Marta y María, porque en lo activo y superior obra lo interior y cuando las obras activas salen de esta raíz salen admirables y olorosísimas flores, porque proceden de este árbol de amor de Dios y por sólo Él sin ningún interés propio». «Paréceme que debe ser uno de los grandísimos consuelos que hay en la tierra ver uno almas aprovechadas por medio suyo». Y añade D. Marcelo: «El hombre actual, tan torturado y empequeñecido, a pesar de su grandeza, necesita más que nunca de una mano que le ayude a trabajar en esa búsqueda y a gozar del encuentro. Dios otra vez y siempre».

Aunque estas palabras D. Marcelo las dijo en su día de la Santa de Ávila, hoy, sin pretenderlo él, para mí se convierten en una de sus mejores semblanzas. Necesitamos personas y pastores como D. Marcelo, manos como las suyas que nos ayuden a los hombres a trabajar en la búsqueda de Dios y a gozar de su encuentro, porque es ahí donde la humanidad de nuestro tiempo superará la quiebra profunda que le aqueja por pretender alejarse de su presencia cercana, y porque ahí es donde están las mejores, las únicas, garantías de su futuro y supervivencia. Por ello, y por tantísimas cosas, por su gran pontificado, por ser pastor en medio nuestro conforme al corazón de Dios, quiero decir desde aquí a D. Marcelo, que nos escuchará desde el cielo: «Gracias, muchísimas gracias!».