Alfonso Ussía
«Meyba»
En España, los hombres tenían dos opciones para bañarse en el mar. En pelotas o con un «Meyba». Lo primero estaba terminantemente prohibido y los «meybas» copaban el mercado. El «Meyba» llevaba en su interior una pudorosa braguichuela de nylon con una característica común. El tejido de las calzas adheridas al traje de baño no absorbía con diligencia la penetración de la sal, de tal modo que el proceso de secado posterior al chapuzón sólo era comparable a un martirio chino. Las partículas de sal, como cristales asesinos, ingresaban bajo la fina epidermis cular generando picores devastadores. He visto a personajes de gran valía correr desenfrenadamente por la playa de Ondarreta, y dar toda suerte de cabriolas intentando suavizar el picor procedente de sus «meybas».
Tengo poca experiencia mediterránea al respecto. Cuando tuve la fortuna de bañarme en el «Mare Nostrum», los «meybas» habían sido sustituidos por trajes de baño de otras marcas menos torturadoras. Pero en el Cantábrico, que es mi mar, el «Meyba» picaba más o menos según el viento imperante. Con viento norte, la sal no horadaba la piel del pandero de la misma forma que con el nordeste. Con viento sur, el terral, el suplicio era inmenso. El mejor viento era el noroeste. Con noroeste se cubrían los cielos de nubes cimarronas y panzas de burro y caían las lluvias de los nortazos. En tal tesitura, nadie se bañaba ni bajaba a la playa, perdiendo el «Meyba» toda su capacidad de irritación dermatológica.
La memoria ha recuperado una fotografía antológica. Se trata del baño en la playa almeriense de Palomares del entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, y del que era embajador de los Estados Unidos, Angier Biddle Duke. Lo hicieron acompañados de asesores y algún pelota infiltrado. Baño marcero obligado por la política. Habían caído cuatro bombas atómicas de un avión americano y era necesario demostrar con un gesto de valor que las aguas de Palomares no estaban contaminadas. Hoy, cincuenta años después, los Estados Unidos se han comprometido a limpiar las tierras de Cuevas de Almanzor, pero ni el ministro García-Margallo ni el secretario de Estado norteamericano John Kerry se han bañado en la playa del recelo. Obsérvese la fotografía con atención. Biddle Duke luce un traje de baño norteamericano, ajustado y cómodo. Su gesto, al salir del agua, es inexpresivo. Fraga Iribarne lleva un «Meyba» oscuro y, aunque parezca que sonríe gozoso, está dando alaridos de picor. Le pica el culo con ardor, y es picazón hemisférica, por cuanto el señor Fraga lo tenía de tamaño desmesurado. En aquellos tiempos , el documento gráfico, que fue publicado en todos los periódicos de España, no me interesó en exceso. Incluso me pareció normal que a un avión americano se le desprendieran cuatro bombas atómicas. Las encontraron y se las llevaron, tranquilamente, como si fueran cuatro granadas de baquelita. Pero no supe establecer la diferencia entre el traje de baño del embajador y el «Meyba» de nuestro ministro, ni el gesto cínico del representante de las bombas atómicas y el exageradamente expresivo de Fraga, que no sabía donde meterse para rascarse y aliviar su desasosiego.
Muchos años más tarde, en los almacenes «Gum» de la Plaza Roja de Moscú, en tiempos de Leónidas Breznhev, me reencontré con los «meybas». No los compraban ni los rusos en aquel tórrido mes de julio soviético. Azules y color carne, que no es lo mismo que el «beige». Un golpe visual que me devolvió la melancolía. Y lo que son las cosas. La memoria actúa, el cerebro abre el archivo, y partí corriendo hacia el hotel para aliviar mis picores. Los «meybas» siguen picando decenios más tarde y sin llevarlos puestos. Interesante conclusión.
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