Restringido

Miedo

La Razón
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1999. Dyan Klebold y Eric Harris, dos adolescentes de Colorado, matan a 12 estudiantes y un profesor del instituto de Columbine; acabada su «misión», se vuelan los sesos. La masacre tiene ese punto catártico del horror depurado. Desde entonces casi diría que nos hemos acostumbrado a las matanzas. Casi. 17 años más tarde la madre de Dylan, Sue Klebold, escribe unas memorias en las que intenta explicar lo inexplicable. ¿En qué momento se torció su hijo? ¿Cómo es posible que aquel niño feliz, criado en una familia seria y trabajadora, evolucionara hasta transformarse en un ogro? ¿Acaso no hubo señales que hubieran permitido actuar antes de que la sangre cubriera todo? Y si las hubo, ¿no hizo nada porque prefirió el narcótico del autoengaño o es que los indicios fueron demasiado tenues como para apreciarlos? Comentando el libro en el «New York Times Books Review», Susan Dominus dice que «se lee como si lo hubiera escrito bajo juramento, tratando de responder, de forma honesta y completa, la urgente pregunta: ¿Qué puede hacer un padre para evitar una tragedia así?».

Sue, década y media bajo la marca de Caín, adelgazó hasta casi morir y peleó contra un cáncer. Soñaba de forma recurrente con su hijo, cuando era un bebé. A veces el nene tenía el torso atravesado de cortes y ella no los había visto; o bien «otras madres habían reservado un espacio para que sus bebés durmieran, menos ella, y el pequeño no podía descansar». El libro ha nacido de una alucinación muy real. Una cosecha de rabia y desconcierto, sonámbulo como sólo puede serlo cuando no hay más certezas a que agarrarse que las cruces que el joven Klebold dejó a su paso. Sostiene Dominus que Sue no busca el perdón. Qué difícil redimirse de una acción, ajena y al mismo tiempo cercana, de la que tienes tanta culpa y ninguna.

El chasquido de los fusiles sobrevuela la psique del país como un abejorro negro. Aparte, en el combate entre nature y nurture, genotipos y ambiente, no siempre triunfa el bien. La transmisión de una moral choca con la inclinación depredadora del mono ancestral y/o la posibilidad de que el cerebro del crío esté bajo de serotonina o tenga cortocircuitada su tierna corteza prefrontal. La pesadilla de que tu hijo adolescente, enajenado de hormonas y drogas, engatusado por la tóxica amistad de un psicópata (al parecer Eric Harris lo era, y de manual), salga de casa con la intención de matar, chisporrotea en la conciencia de EE UU como un televisor antiguo a medianoche. Ese momento en que la programación era sustituida por un vals de partículas en blanco y negro y sólo los muy exasperados aspiraban a encontrar sentido al «ruido blanco», o «señal aleatoria caracterizada que contiene todas las frecuencias» (Wiki). «Igual fenómeno ocurre con la luz blanca», remacha la enciclopedia, pero desde que lo escribió César González Ruano, 30 de noviembre de 1965, 15 días antes de morir, sabemos que «El terror es blanco. La soledad es blanca». Terror y soledad de una madre que somos todos y, parapetados tras los imprescindibles placebos a los que obliga la supervivencia, ninguno.