Guerra en Siria
Misión Imposible
El rostro del crío estremece. Se llama Omran, tiene apenas cinco años y lo acababan de sacar de los escombros de un edificio reventado por las bombas en Alepo. Verlo sentado, en silencio, con el rostro manchado de sangre y cubierto de polvo, a la espera de una ambulancia que parece no llegar nunca, encoge el alma y provocará de nuevo que en Europa sean miles las voces de los bienaventurados reclamando una intervención militar en Siria. Los mismos que claman cada poco contra el imperialismo americano, abominan de la OTAN y piden recortar los gastos en Defensa exigirán alocados que se manden tropas sin saber ni cuáles, ni cuántas, ni cómo, ni para qué o para cuánto tiempo. Ocurrió cuando nos estalló en la cara la foto de aquel niño refugiado ahogado en una playa griega y volverá a reproducirse ahora, acompañado de la misma retahíla de descalificaciones a Europa y a los políticos occidentales. La guerra es un espanto y ningún ser humano con dos dedos de frente puede permanecer indiferente frente al horror que lleva cinco años tapizando de cadáveres y torturados la franja de tierra que va desde el Mediterráneo hasta la desembocadura del Eúfrates. El drama es que poco se puede hacer. Suena chocante porque el poderío bélico de Occidente es inmenso, pero ésa es la turbadora realidad. Desde el punto de vista práctico, acabar con los facinerosos del Ejército Islámico, abrir rutas seguras a los convoyes de avituallamiento, montar hospitales y restablecer una apariencia de paz no sería complicado. El problema comenzaría al día siguiente, como hemos visto en Irak y Afganistán. Las normas son simples: debes marcar un objetivo, buscarlo con la máxima energía y fijar desde el inicio las condiciones. El germen de la tragedia iraquí no consistió en derrocar a un tirano como Sadam Hussein. Fue no tener claro qué se iba a hacer después y dar por supuesto que, una vez desalojado del poder el sátrapa, la democracia germinaría mágicamente en Mesopotamia. A otro nivel y con matices, ha sido el pecado cometido en Libia y en cierta manera en todos los países agitados por lo que románticamente se denominaron aquí «primaveras árabes». ¿Estamos dispuestos a que nuestros soldados permanezcan desplegados en esos infiernos durante 25 años? ¿Somos capaces de digerir cada semana la llegada de féretros con cadáveres de nuestros muchachos? Si la respuesta a ambas preguntas no es un rotundo «sí», por cínico que parezca, mejor quedarnos donde estamos.
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