Antonio Cañizares
Monseñor Antonio Palenzuela
Hoy, cuando escribo este artículo, se cumplen diez años de la muerte de un gran hombre, de un gran pastor de la Iglesia, de Mons. Antonio Palenzuela, y no quisiera que pasase este día sin hacer memoria de él, porque hombres así necesitamos en España y en la Iglesia. Aprendí mucho junto a él y noto su ausencia , la ausencia de su lucidez, de su siempre sabio y acertado discernimiento y consejo, de su testimonio de fe recia. Le recuerdo como un verdadero «pastor conforme al corazón de Dios»: porque no buscó otra cosa que Dios mismo y su gloria, esta gloria que radica en que el hombre viva, que sea amado y reconocido en su grandeza y dignidad como Dios lo quiere, con un amor hasta el extremo, y que lo conozcan por nuestro testimonio de amor, que es testimonio de Dios. Por la gracia del sacramento y por su respuesta fiel se identificó con Jesús, transparencia de Dios, que es amor, y así también él de alguna manera trasparentó a Dios, de quien y para quien vivió por completo. No le importaba tanto su propia persona cuanto la gloria de Dios; no le interesaban adhesiones a él; más bien lo contrario, las huía; sólo le importaba que mirásemos todos a Jesucristo. Su vida, sus actitudes y comportamiento, sus mismas palabras, su actuación nos remitían a Jesucristo, que es el pleno cumplimiento de la promesa de Dios: «Os daré un pastor conforme a mi corazón», el «Pastor y único guardián de nuestras almas», el Buen Pastor que ha venido no a que le sirvan, sino a «servir y dar su vida en rescate por muchos», rebajándose, pasando inadvertido o como uno de tantos, compadeciéndose de los hombres que andan perdidos, extraviados, como ovejas sin pastor, no dándose ninguna importancia ni magnificando su obra, sino sólo buscando en todo que Dios, el Padre, sea glorificado y amado por todos, viviendo de su amor.
Fue una persona amable, cariñosa y afable en la parquedad de sus palabras; sencilla y exquisitamente atenta y delicada en la sobriedad de su expresión. A veces hasta podía parecer tímido, precisamente por esa sencillez y naturalidad tan suyas. Nunca se le vio en primeros puestos, ni jamás se hizo el importante: al contrario tenía una capacidad de acoger lo del otro como algo que merecía la pena, siempre que no trasgrediese la verdad.
Su vida y persona desvelaba un hombre recio y bien fundado, con la reciedumbre y solidez de quien se apoya y funda en la roca firme de la verdad; noble y leal, transparente y sin ninguna doblez; abierto y de mirada de amplios horizontes y perspectivas de futuro; sus pronósticos de futuro entonces, vistos o leídos hoy, podríamos considerarlos hoy como diagnósticos certeros del momento presente. Sincero, veraz, con una honestidad intelectual propia de quien busca la verdad y se deja guiar por la verdad, a la que trató de servir en todo. Honesto a carta cabal, confiaba en la bondad de las gentes y en la fuerza de la verdad que, a pesar de tantos obstáculos, acabara por imponerse. No soportaba la falsedad ni se plegó nunca a la diplomacia de las componendas ni de las estrategias; por ello, no se le vio mezclado en intrigas y cálculos; iba de frente con sinceridad, se le veía venir con la sencillez, con la naturalidad y con la fuerza de la verdad que buscaba y ofrecía a todos, pero que no imponía a nadie; de ahí su extremo respeto y consideración para las opiniones ajenas. Fue un amigo de verdad, uno de los que no falla, porque era de la verdad, verdadero, y por eso fue un hombre libre con la libertad de la verdad y de la confianza. Era un hombre de la verdad, por eso, precisamente, fue tan libre. Mi experiencia personal fue que quien se acercaba a él se sentía libre, participaba de su libertad que se manifestaba en su cercanía, en su respeto, en su capacidad de escucha, en su comprensión, en su ayuda, en un dar ánimos y estimular a buscar juntos; nunca juzgaba y menos aún condenaba: ofrecía y no imponía, buscaba la verdad y la servía, no se servía de ella ni la arrojaba contra nadie.
Creía en las personas, se fiaba de ellas y confiaba en ellas. Quienes tuvimos la dicha de colaborar estrechamente con él, a su lado, tuvimos la experiencia cierta de no sentirnos jamás vigilados o mirados con recelo. Total franqueza y sinceridad en el trato y, sobre todo, amistad de alguien que te considera su amigo. Nunca te sentías forzado por él y, por el contrario, sí estimulado constantemente. Jamás se le ocurriría a uno fallarle cuando él confiaba tan abiertamente. Hombre intelectual, de gran hondura y penetración en las cuestiones. Su inteligencia se manifestaba también en su vivo sentido del humor y de la ironía fina, nunca hiriente. Con su pensamiento agudo iba al fondo de las cosas. Dedicado al estudio y a la lectura, sobre todo de obras de filosofía y teología; era un pozo de saber filosófico y teológico y de otras ramas de la cultura y del pensamiento. Un hombre humilde, con la humildad de la verdad y del que se sabe ante Dios, de quien todo lo recibimos y del niño confiado en brazos de quien sabemos nos quiere: Dios.
Trabajador incansable, con ilusión y esperanza en los duros trabajos del Evangelio y por la causa del Evangelio, para que todos los hombres crean, para que los hombres conozcan la verdad evangélica de Dios y del hombre, y sean así dichosos, para que todos puedan percibir de manera real y viva que Dios les ama y que sólo Él les salva y da la vida eterna. Su gran dedicación fue sin duda el anuncio y la difusión del Evangelio, la transmisión de la fe; como los Apóstoles, o como está siendo ahora el Papa Benedicto XVI, se centró en lo esencial, dejar otras cosas para dedicarse sobre todo a la predicación y a la oración. Hombre de fe y maestro de la fe. ¡Qué gran ejemplo para este Año de la Fe!
✕
Accede a tu cuenta para comentar