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«Moonlight»

La Razón
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Max se quedó con la abuela, de visita estajanovista en casa. Hace casi un año que no íbamos al cine. Elegimos «Moonlight»: 99 puntos sobre 100 a partir de 46 reseñas, recogidas por la web Metacritics, que van del «New Yorker» al «Miami Herald», «Wall Street Journal», «New Orleans Times-Picayune», «New Tork Times», «Chicago-Sun Times», «Washington Post», «Time», «The Guardian», el «Village Voice» y así. Creí que fácilmente podría situarse en mi panteón de los últimos tiempos, justo entre «El arte de matar», «El cuento de la princesa Kaguya», «Fiebre de partículas», «La gran belleza» y «La vida de Adele». Y no. No, aunque haya arrasado en los premios Gotham, los galardones más neoyorquinos, antesala a la temporada de estatuillas. No, aunque leyendo a los críticos jurarías que estás a punto de ver «El ladrón de bicicletas», «Perdición» o «Los 400 golpes». El aquelarre de salvas la perjudica. «Moonlight» ofrece mucho, pero la fiebre de quienes quieren ver en ella la octava maravilla juega a la contra. Sucede que con tanto aspaviento ya sólo le permites la excelencia, atornillarte a la butaca, morderte y desgarrarte. Cualquier otra cosa, incluso una película estimable, curiosa y valiente, acaba por saber a muy poco. «Moonlight» es la historia de un niño y luego un adolescente y finalmente un joven tocado por su triple condición de maldito: pobre, homosexual y negro. Añadan la madre adicta al crack, el traficante que se apiada del crío, los matones del patio, el amigo inolvidable, etc. El relato del descubrimiento, la forja del héroe, la hemos visto antes. La hemos disfrutado, mejor contada, en otras películas, menos pendientes de su ombligo. Le sobran aspavientos, le falta verdad. En «Moonlight» hay grandes interpretaciones, hallazgos visuales, una narración bien trenzada, y algo que en principio quiere aproximarse a la poesía. Lo toleras, mal que bien, disfrutas con sus audacias, perdonas los resbalones, hasta que el chaval crece para transformarse en Omar, el pistolero Robin Hood de «The wire», y a ti te entran ganas de pedir que te devuelvan la panoja. A «Moonlight» le pierde el giro imposible, no hay quien se lo crea, y más allá la acumulación de desgracias. Ese pasen y vean el próximo salto mortal que, de tanto repetirse, estomaga. Unos instantes en plan sublime que emborronan por acumulación la partitura hasta dejarla impracticable de tópicos. Alguien le dijo al director Barry Jenkins que es el nuevo Joyce cruzado con Rossellini y Godard y el pobre acabó creyéndoselo. La engañifa crecerá de seguir atiborrándole de premios. Sería una lástima. En Jenkins adivinamos la simiente de un director comido de imágenes, consumido de luz y fiebre, pero necesita dejarse de homilías y de intentar que cada plano resplandezca. Eso sólo está al alcance de iluminados como Terrence Malik, y no siempre. «Moonlight», en fin, tiene su aquél, pero está lejos de cambiarnos la vida como en su día hicieron las criaturas celestiales de gente como Capra, Huston o Miyazaki. Menos lobos.