José María Marco
Nacionalismo gibraltareño
Tal y como informaba ayer LA RAZÓN, la Generalitat de Cataluña, en su empeño de codearse con las grandes potencias mundiales, se afana desde hace tiempo por institucionalizar y profundizar las relaciones con Gibraltar. El eje nacionalista se amplía para incorporar un territorio que, a diferencia de los demás, dejó de padecer la opresión del Estado español en 1713. Feliz él... La sola idea de que algún catalán tome como modelo una colonia inglesa, y en particular una tan dependiente de la metrópoli como Gibraltar, dice mucho de los objetivos estratégicos del nacionalismo catalán. Tuvimos otro ejemplo hace poco tiempo, cuando el consejero de Hacienda de la Generalitat declaró, en referencia al reparto del déficit autonómico, que el resultado final de las negociaciones era una imposición de la «meseta» sobre los territorios mediterráneos. Está por ver lo que pensarán Prat de la Riba, o Cambó –allí donde estén–, de una metáfora que equipara a Cataluña con los Estados más derrochadores y malgastadores de Europa, y a «la meseta» con la laboriosidad y el ahorro. Abanderar la rebelión de los países del sur no era precisamente, hasta hace algunos años, la vocación de Cataluña.
Ninguna de estos movimientos y declaraciones, tan pintorescos, significa que el nacionalismo catalán haya dejado de ser relevante en España. Lo es, y mucho. Lo que quiere decir, en cambio, es que la importancia política del nacionalismo es sin duda alguna desmesurada con respecto a lo que podría ser, si las elites del resto de España tuvieran una idea cabal de lo que es su país. En este terreno, hay que esperar poco de los socialistas, que se sienten, por así decirlo, más gibraltareños aún que los nacionalistas catalanes. Quedan el Partido Popular y el Gobierno. Frente a lo que resulta, cada vez más, una deriva ideológico-propagandística, los dos deberían estar en condiciones de articular y ofrecer (así como difundir) una idea de una España plural e integradora de las muy diversas formas de ser español, incluidas, como dicta la Constitución, las nacionalidades de España. Esto permitiría hacer comprensible la realidad española, tan compleja, y reduciría el nacionalismo a su verdadera dimensión.
Esa España abierta y tolerante existe hoy en día, pero tiene demasiadas dificultades para hacerse oír. El discurso oficial sigue varado en la reticencia a trasladar la realidad surgida de la Transición, de la Constitución y de la práctica democrática al campo doctrinal e ideológico. Como otras veces en nuestra historia, la realidad española va por delante de la cultura oficial.
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