Ángela Vallvey

Negocietes

La construcción y el urbanismo público ya eran una actividad para listillos antes del Imperio Romano. Fuente segura de fortunas rápidas, negocios sucios y corrupción. Me refiere un pequeño constructor –más que constructor, es un albañil autónomo– que pujó en el ayuntamiento de su pueblo con la esperanza de conseguir que le adjudicaran una modesta obra pública. Todos los pequeños constructores y albañiles del municipio hicieron sus ofertas y cruzaron los dedos. Fue inútil: como de costumbre, la obra fue asignada a una gran empresa. La que ofreció el precio más bajo para levantar la obra pública anunciada. «Hizo una propuesta que ninguno de nosotros podía plantear», me dice, afligido. Yo le contesto que, sin entrar en posibles chanchullos, untes, comisiones y/o trinques, quizás ése es «el truco» de las empresas que consiguen ganar muchos concursos públicos: prometer que la obra en cuestión será realizada a un precio tan barato y arregladito que se diría ideal, ¡una ganga imposible de rechazar! Ahora bien: ¿Desde cuándo una obra pública se ejecuta ateniéndose al presupuesto inicial? Nunca, jamás, que yo sepa, las obras públicas se ajustan al importe por el cual fueron adjudicadas. Si el constructor que gana la licitación asegura que el proyecto le supondrá al erario público 10 euros, todos saben que acabará costando 20. Los excesos en el coste por parte del adjudicatario deberían estar prohibidos y penalizados por ley. Aunque más bien parece que, al contrario, son alentados y premiados con el encargo de otras obras públicas. O sea, ¿realmente la puja es una farsa, un paripé presupuestario...?, pues los costes se multiplican conforme avanza la edificación y la minuta final está muy por encima de aquellos precios que proponía –siendo realista– ese pequeño constructor que jamás consigue que le otorguen ni una sencilla zanja en su pueblo.