Restringido
No en el nombre de Dios
Cuando el pasado miércoles me llamaron desde la redacción de este querido periódico que con tanta frecuencia me acoge solicitando mi opinión sobre el odioso atentado de París, dos fueron los pensamientos que inicialmente acudieron a mi mente. La primera idea fue cuan necesitados estamos de un soporte ideológico en la lucha contra el yihadismo extremo. El segundo fue la confirmación de la diferente manera que tenemos de contar los muertos propios y los ajenos. Aunque sea la misma mano criminal la que apriete el gatillo o esgrima el cuchillo.
Tratando de dominar los sentimientos ante tan cercana barbarie, ya con cierta calma, intentaré ahora desarrollar estas dos ideas.
Los militares de mi generación –la de la globalización– hemos sido educados en el pensamiento de que cualquier implementación de una idea por la fuerza debe ser siempre complementada por acciones económicas, diplomáticas e informativas de la nación o coalición de naciones que trata de imponerla. La fuerza militar por sí sola no basta, no es suficiente; es más puede llegar a ser contraproducente como los norteamericanos y franceses aprendieron en Vietnam y Argelia. En este sentido, en nuestra actual lucha contra el yihadismo radical, echo de menos las líneas ideológicas que deberían complementar lo que militar y policialmente estamos intentando.
Nuestra percepción actual básica de lo que está sucediendo en Oriente Medio es la de un conflicto entre sunitas y chiítas. Es lo que está pasando abiertamente en Siria, Irak, Líbano y Yemen y en otros países musulmanes de manera más soterrada. Podría calificarse esto como un conflicto interno del islam, con los chiítas acaudillados por Irán y con un liderazgo sunita menos claro, disputado entre Arabia Saudí (ganador de momento) y una Turquía que se debate entre contradicciones externas e internas. Ambos bandos intentan unificar a los musulmanes –naturalmente bajo diferente liderazgo–, aunque entre los sunitas haya surgido un tercero –el Estado Islámico– cuya materialización de dicha unificación consiste en asesinar a quien no coincida con su delirante interpretación religiosa de la «sharía». En esta percepción actual del conflicto el centro de gravedad reside pues en la opinión y creencias de una mayoría de musulmanes moderados a los que los aspirantes a líder intentan coaccionar o convencer para que acepten su caudillaje. Manteniendo este centro de gravedad del conflicto interno musulmán propongo argumentar un relato o idea alternativa al de la lucha sunitas/chiítas: el que nos encontramos realmente ante un enfrentamiento entre moderados y radicales y no entre sectas musulmanas.
Para que ese relato alternativo resulte creíble y pueda ser aceptado por el centro de gravedad del conflicto es imprescindible que las naciones musulmanas líderes de sunitas y chiítas lo acepten y moderen su animadversión mutua ante la constatación de una grave amenaza común. A la vista de esta nueva narrativa ideológica nuestras acciones militares actuales en Oriente Medio tendrían la finalidad de ayudar a que triunfe la interpretación moderada del islam, aun aceptando que sólo las naciones musulmanas podrían llevar a cabo con credibilidad dicha empresa. Algo parecido a esto es a lo que me refería inicialmente al expresar la necesidad de un soporte ideológico para nuestras actuaciones en Oriente Medio.
Si aceptamos que estamos básicamente ante un conflicto interno del islam, pasaremos ahora a la segunda idea, la del injusto modo que tenemos de ver las bajas que se producen en los países musulmanes y en Occidente. Perdón por autocitarme pero es que fue hace casi tres años (21.02.12) cuando en estas mismas páginas mencioné la creencia de que si no interveníamos en Siria la situación podría evolucionar a peor. Sólo allí van ya por más de 200.000 víctimas, con casi 11 millones entre refugiados y desplazados. Lo que empezó como una represión despiadada de un gobierno laico contra su población ha degenerado en un conflicto interreligioso de todos contra todos. En Irak ya se ha perdido la cuenta de los muertos y de los cambios de bando que algunos combatientes han hecho a lo largo de más de once años de lucha.
A la vista de esta tragedia de dimensiones bíblicas, las víctimas que se puedan producir aquí, en Occidente –por dolorosas que sean como las últimas de París– son una anécdota en un mar de sufrimiento al que habría que ayudar a poner fin. Enterremos a nuestros muertos y que el dolor por su pérdida nos sirva para recordar que no sólo nuestras libertades están amenazadas, sino la vida física de millones de personas. Que la coincidencia de que uno de los policías franceses cobardemente rematado fuera musulmán nos sirva de recordatorio de que esto no puede degenerar en una lucha de occidentales o cristianos contra musulmanes, sino que es un conflicto interno entre ellos, en el que de momento aportan más sufrimiento que el propio nuestro.
Nuestra legitimidad para ayudar a que el islam evolucione procede de los muchos siglos que han transcurrido desde que los cristianos dejamos de matar en nombre de Dios y expulsar al que no lo aceptara. Hace mucho tiempo tuvimos una idea casi tan intransigente de la convivencia como la de los yihadistas, pero hemos evolucionado y nos debemos sentir orgullosos de ello pues en eso consiste el progreso de la Humanidad. Les debemos ayudar pues compartimos el mismo mundo, pero para eso hay primero que estar convencidos de nuestros valores. La fuerza será necesaria, pero necesitamos un apoyo ideológico para tamaño empeño.
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