Pedro Narváez
No eran griñanes, Sancho, sino gañanes
Hace cuarenta años que Richard Nixon se hizo el harakiri antes de que lo apuñalaran por la espalda, un rito sin dignidad porque matarse cuando ya se está muerto parece cosa de cobardes. Otra cosa es el último «selfie» de Robbie Williams, la pesadilla de despertar y estar en el mundo. El suicidio es la manera extrema de ser protagonista de la película. Descansen en paz las almas que llegan al ataúd antes que sus cuerpos. Pujol, el Nixon catalán, el hombre que ha llevado a su «nación» a una guerra silenciosa que acabará en un «Apocalipsis Now» de bajada de pantalones, ha cantado cuando ya el pajarito estaba a punto de entrar en la jaula. Un harakiri preventivo que viene a ser una vergüenza para un samurái como el ex honorable.
Nixon, así lo delatan las grabaciones que él mismo ordenó realizar en la Casa Blanca, habitaba en la impunidad, que es la manera en que los gobernantes se dejan vencer por la estupidez a pesar de su excelsa inteligencia.
Ahora son Chaves y Griñán los que están en la tesitura de arrojarse al vacío antes de que los dioses de la Justicia descarguen toda la furia sobre ellos. Se creían inmortales, que es otra manera de suicidio; negaban todas las evidencias hasta que éstas los han acorralado en su delirio.
Los que apelaban a los parados andaluces no eran griñanes sino gañanes, porque cuantos más parados hacían la cola más votos recibían. Y el desempleo endémico de aquella tierra, ya se ha descubierto, no eran gigantes sino molinos de avaricia sobre los que sopla el poder eterno. Lo canta su paisana María Jiménez: se acabó.
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