Restringido
No se olviden de Princesa
Si el piloto que lanzó la primera bomba atómica hubiese tenido en sus brazos a los niños de una guardería cualquiera de Hiroshima un día antes, probablemente no hubiese podido accionar el botón.
Cuando las estadísticas dejan de ser números y se encarnan en vidas cobran vigor los sentimientos y la conciencia. Cuando en agosto del año pasado vimos en todos los periódicos los enormes ojos de Princesa, el bebé que cruzó el Estrecho desde Tánger en una patera sin sus padres, comprendimos mejor la dimensión de la tragedia de miles de seres humanos.
En agosto hay menos noticias y la cobertura de las que se producen es mayor que en otra época del año. Aun así, en pocos días otras informaciones se superpusieron y al poco tiempo se olvidaba el rostro de esta niña.
En Lampedusa se ha vuelto a reproducir el drama, unas 900 personas desaparecidas en la oscuridad del mar. Las autoridades italianas están sobrepasadas, el presidente del Consejo de Europa ha convocado para hoy mismo una reunión extraordinaria para abordar el debate sobre la inmigración, y la alcaldesa de Lampedusa golpea la conciencia de toda la sociedad cuando afirma que «el cierre de fronteras es una condena a muerte». Sin embargo, es seguro que habrá nuevas y atractivas noticias en breve que desplazarán la tragedia de la embarcación hundida, como ocurrió con Princesa.
El Mediterráneo se ha convertido en un auténtico muro de agua y metal. Un muro que separa a la humanidad en dos, la del siglo XXI de libertades y prosperidad y aquella otra que está encadenada al pasado de miseria y necesidad. Un duro y enorme muro de injusticia, pero sobre todo, de desigualdad. Es esa desigualdad sobre la que deben reflexionar los líderes políticos.
Margaret Whitehead, una notable investigadora, fue de las primeras en relacionar la desigualdad con la salud de las personas. En los noventa, encontró grandes diferencias de mortalidad o esperanza de vida en función de la renta de las personas. Así, en Finlandia el 42% de las personas con bajos ingresos sufrían enfermedades crónicas frente a sólo el 18% de las personas con rentas altas, en la URSS de 1990 la tasa de mortalidad infantil en las áreas urbanas era del 21 por 1.000 frente al 31 por 1.000 de las áreas rurales y en Reino Unido si la tasa de mortalidad de los trabajadores manuales en la década de los ochenta hubiese sido similar a la de los trabajadores intelectuales, se contabilizarían 42.000 defunciones menos cada año.
En España, en la actualidad, la esperanza de vida varía hasta en cuatro años de unos territorios a otros en relación con la renta per cápita. Algo similar ocurre si comparamos el nivel educativo, que, por cierto, está directamente relacionado con la esperanza de vida y la morbilidad de las personas.
Cuando contrastamos estadísticas entre Europa y África, la desigualdad se hace realmente insoportable. Esa desigualdad es el motor de las embarcaciones que intentan atravesar el muro que divide las dos humanidades.
Como en tantas cosas, es el momento de la política. Denostada y rechazada, sigue siendo la bóveda que cubre la vida de la sociedad y de las personas. El lugar donde se deben fundir las conciencias y la práctica que diseña las condiciones de vida de las personas.
Europa debe decidir cómo quiere ser dentro de cien años. Hoy, ni siquiera somos un Estado y todos los europeos juntos representamos un escaso 10% de la población mundial. Somos una sociedad envejecida, y de prolongada esperanza de vida. Podemos seguir encerrados en nuestros miedos o abrir una puerta al futuro.
Europa no puede albergar a toda la población africana, pero sí puede ser decisiva para acabar con esa desigualdad insoportable que hace a los seres humanos elegir la muerte en el anonimato de la tragedia antes que la vida que les espera en sus países de origen.
Nuestra conciencia se golpea cuando vemos las informaciones que relatan la muerte de miles de personas como la del fin de semana pasado. Es tarea de todos, especialmente de los miembros del Consejo de Europa que van a reunirse en unas horas, que las muertes de tantos seres humanos que se ha tragado el mar no queden bajo el polvo de las hemerotecas. El futuro de los enormes ojos y la sonrisa de Princesa está en nuestras manos, por cierto, su nombre es Fátima, no lo olvidemos.
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